El acto inaugural de los
renovados Jardines de Pereda de Santander tuvo una parte institucional, por la
mañana, cuajada de discursos de relumbrón, formalidades, palabras previsibles, y
pretensiones de vísceralidad carentes de tuétano.
Es lo que tienen los gestores, que
suelen ser eficaces desempeñando su trabajo, pero adolecen de esa capacidad de
pellizcar el alma que marca diferencias insalvables entre lo simplemente
correcto y lo verdaderamente sublime, por muy grandilocuentes que sean las
frases con que tratan de envolverse.
Ya por la tarde, con la anhelada puntualidad
de quienes esperan desprenderse de un vendaje que les oculta la cara o de una
escayola que les inmoviliza las extremidades para conseguir una mejoría o una curación
completa tras días, semanas o meses de incómodas molestias, los Jardines fueron
tomados por los santanderinos.
Los más de 700 amigos del Centro Botín que
nos congregamos ahí, formamos una cadena humana rodeando todo el perímetro de
unas vallas que comenzaron a desaparecer hasta dejar completamente expedito un
espacio tan geográficamente emblemático como emocionalmente arraigado.
Mis compañeros de eslabón eran mis hijos y
mi hermano Mateo. Todos nosotros dimos nuestros primeros pasos lúdicos con
varias décadas de diferencia en aquel espacio arbolado, y lo más probable es
que sus hijos, mis nietos, hagan lo propio algún día, espero que también guiados
de mi mano. Por eso era tan importante estar ahí. Al menos para mí. Y desde
luego con ellos.
Nos soltamos las manos, y arrancamos nuestra
exploración. Corriendo, gritando, impacientes, tal vez acompasando la rítmica y
estruendosa música de los tambores que tan idóneamente nos servía de marco
sonoro en la integración sensorial de los nuevos rincones. Ávidos de un
descubrimiento viajero sin salir de casa. Turismo doméstico. Perplejos de cómo
algo tan reconocible puede llegar a resultar tan desconocido. Cómo un remozo puede
alterar las coordenadas vivenciales de una buena parte de tu vida. Cómo la
modernidad, el futuro, los puntales inteligentes de una sociedad sostenible se
abrazan con los monumentos de siempre, con la más arraigada tradición tan solo cambiada
de ubicación. Pisas la misma tierra, pero no es el mismo suelo. Reconoces tu
silueta infantil en el puente sobre el estanque, oyes las voces de tus abuelas
susurrándote su ternura inabarcable…pero te has hecho adulto, y seguramente
ahí, en ese breve instante, el corazón puede quebrarse un segundo y provocar la
preclara advertencia de tantas oportunidades perdidas. Es un choque, no cabe
duda, pero son tan solo un par de notas las que conforman la frustración mientras
rebobinas a toda leche la película de tu vida. Lo que tienes delante es siempre
un futuro abierto al que seguir pidiendo cohabitación.
Pero la reveladora emoción que mi
bendita/maldita sensibilidad encuentra siempre en los actos más sencillos,
terminó por regalarme mi más reciente momento álgido. Mi espíritu en máximos. Inesperado
e inolvidable. En conexión directa con las contradictorias pero complementarias
sensaciones experimentadas a lo largo de la tarde, también asistí a la
inauguración del pequeño anfiteatro al aire libre que se integra dentro
de los nuevos Jardines de Pereda.
Reencontrarme separado por tan solo 5 metros
de escenario con Tony Hadley, el vocalista de Spandau Ballet, el mítico grupo
de los 80´s, fue uno de esos regalos merecidos con los que te premia muy de vez
en cuando el azar.
Lo que la música de aquel grupo new romantic supuso en mi adolescencia
inconexa, probablemente no tenga más precio que el que he pagado por mis
propios fracasos. Elevado. Aquellos sintetizadores, los cardados y la laca de
sus peinados, la elegancia estudiada del raso y los terciopelos adentrándose en
el mundo del glam pero aferrándose sin
tapujos a las camisas con chorreras, y por encima de todo, la modulación potente
y varonil de la voz de crooner de Tony,
con ese timbre de matriz clásica adornado por giros redondos y siempre
afinados, oscuro en los graves y vibrante en los agudos.
Spandau Ballet, ya desde su evocador nombre,
y a través de las canciones que Tony Hadley interpretaba, me hicieron soñar con
un futuro emulador de rancio abolengo europeo adobado con la modernidad más
descarnada. Eso sí tuve claro que quería que fuera mi vida.
Más de 30 años después, con una vida desestructurada
con peterpanescas pretensiones de mejora, me hizo mucho bien corear “Gold”, “Only when you leave” o “Through
the barricades” con mucho más trasfondo emocional que cuando tenía 14 años.
Eran versiones interpretadas por una
impresionante Big Band, que sonaban tan iguales como distintas en la voz de Mr.
Hadley. Su sudor sobre el escenario, entregado a la grandeza, patrimonio
exclusivo de muy pocos, de transmitir con su elegancia y su dicción perfecta el
esfuerzo de vivir, era mucho más que el efecto de los focos. Su sudor, paliado
entre canción y canción con un sorbito de whisky escocés, era el mío. Pero gracias
a él, tengo claro que aún me queda tiempo para encontrar el oro. Gold.
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