"Los
que están sentados en una butaca sueñan con viajar y los que viajan sueñan con
estar sentados en una butaca".
Gráficamente
simbolizada en su portada por un sillón alado, que no orejero, la magnífica
novela de Anne Tyler, fue llevada al cine por Lawrence Kasdan en 1988. Y aunque
una cierta parte de su reclamo publicitario inicial era el reencuentro en
pantalla de Kathleen Turner y William Hurt 7 años después de que filmaran con
el mismo director esa sudorosa historia sureña con olor a semen y flujo vaginal
llamada "Fuego en el cuerpo", nada más radicalmente opuesto desde su
mismo planteamiento.
Aquí el
protagonista masculino aparece blindado al tacto y al resto de las emociones.
Incluso a la hora de afrontar la peor de las tragedias que le puede suceder a
un hombre como es sobrevivir a un hijo, lo hace con la misma gelidez y asepsia
con la que escribe sus guías de viajes para ejecutivos. Como si decir que "el hombre de negocios debe viajar sólo
con lo que cabe en un maletín de mano", o que "un sólo traje es suficiente si llevan paquetitos quitamanchas. El
traje debe ser gris. El gris no sólo oculta las manchas sino que sirve para ir
a funerales", o que "traigan
siempre un libro para protegerse de la gente extraña", definiera su
ideario de hombre acorazado frente a los sentimientos.
Una vida de
mullido convencionalismo que le proporciona el confort necesario para proseguir
con su anodina cotidianeidad sin sobresaltos. Incluso su separación matrimonial
consecuencia directa de la pérdida sufrida, se ejecuta con todos los signos del
lenguaje civilizado. Ella necesita espacio para crecer, y él lo acepta sin
objeciones.
Un accidente
doméstico le obligará a alojarse temporalmente en la vetusta mansión familiar
donde viven su hermana y sus otros dos hermanos, todos solteros, todos
bordeando el autismo y la asocialidad. El perfecto universo de silencios y
comportamientos mecánicos y repetitivos, que hacen que la vida sea un erial
medido al milímetro que evite cualquier posibilidad de extravío.
El conformismo
de una felicidad consistente en que día a día no pase nada que se salga del
esquema trazado de antemano, la renuncia a cualquier emoción humana que pudiera
alterarles el ritmo cardíaco, vivir rodeados de cosas conocidas para obtener
seguridad. Viajeros de la vida necesitados de guías y libros de instrucciones
por miedo a improvisar, que sienten pavor de la aventura que supone probar lo
que no se conoce, cumplidores de las normas y abominadores de lo prohibido. En la vida
por accidente, como el hombre de negocios impelido a viajar. Ningún placer, y máxima profilaxis a la experimentación.
Súbitamente hay
un hecho determinante, una rebeldía animal que cambia el curso de los
acontecimientos para el protagonista. Su Wales Corgi Pembrok, tan apático y
bonancible como su dueño, de repente empieza a morder. Sus hermanos lo tiene
claro: debe deshacerse de él. Pero de algún modo, ese perro es el único eslabón
que le sigue conectando con su hijo muerto. Era su mascota.Y ese mordisco era una señal.
La señal
inequívoca de que no todo puede estar pautado. Los acontecimientos nos dominan y
debemos ser capaces de improvisar.
En el caso de Macon
Leary, acude a una adiestradora de perros, una mujer joven, extrovertida, desinhibida,
que viste ropa hortera de colores chillones y masca chicle, que no sólo reeducara el carácter
del chucho sino que le enseñará a él que en realidad está construido de otra esencia por mucho que se lo quiera negar a sí mismo. Le despertará del cloroformo que le mantiene anestesiado, y le pondrá frente al comparativo espejo, siempre tan odioso. Ella tiene un hijo alérgico a casi todo en la vida, pero que se aferra a vivir con todas sus limitaciones. Ejemplarizante y revelador. Y le dará la vuelta, le revolucionará.
Al final todo
consiste en dejar fluir la sangre. Abiertos en canal a los sentidos. Podemos no
ser turistas accidentales de una cotidianeidad irrepetible, que pasa a velocidad vertiginosa y que nunca más vuelve. Nunca vuelve. El mañana es una incógnita lapidaria. Podríamos morirnos sin más...¿y qué? ¿Cómo sería nuestro balance? ¿Habríamos experimentado lo suficiente, o nos habríamos quedado mediocremente con el pulso inalterado?
No esperemos a que un perro que siempre ha sido dócil nos muerda para llamar nuestra dormida atención. No nos dejemos arruinar con el anhelo de lo que no tenemos ni aborrezcamos lo cotidiano. Vayamos a por ello. Todo lo anterior, jamás podremos recuperarlo.Y mañana ya es tarde.
No esperemos a que un perro que siempre ha sido dócil nos muerda para llamar nuestra dormida atención. No nos dejemos arruinar con el anhelo de lo que no tenemos ni aborrezcamos lo cotidiano. Vayamos a por ello. Todo lo anterior, jamás podremos recuperarlo.Y mañana ya es tarde.
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