Han pasado 24 años desde mi último examen. Y no es que
después no haya habido infinidad de ocasiones en las que haya tenido que
demostrar mis capacidades y mi cualificación , por ejemplo, para obtener un
puesto de trabajo. Pero era diferente. Sabías que si esa entrevista no iba todo
lo bien que esperabas, muy probablemente habría otra para la que además
estarías mucho más preparado conociendo el tipo de preguntas e interacciones
que se darían. El entrenamiento es la base de todo, tanto desde el punto de
vista físico como desde el emocional.
Pero los
exámenes académicos, esos cuyo suspenso parecen inhabilitarte para cubrir
plenamente el proceso vital que te corresponde a cada edad, son una forma de
tortura que se arrastra hasta nuestros días sin que ningún pedagogo haya sido
capaz aún de encontrar fórmulas sustitutivas que humanicen todo el proceso.
Sigo teniendo
una pesadilla recurrente 24 años después, nunca me ha abandonado la muy
cabrona, empalada a mis neuronas más vintage.
Siempre suspendo el examen de Derecho Procesal de 5º y no consigo
licenciarme en Derecho. Todo ello en medio de sudores fríos y calientes,
movimientos convulsivos entre las sábanas, y esos dos o tres minutos de horror
consciente hasta que te reubicas en la realidad de tu presente y de tu cama y
coliges que no era más que un mal sueño. Otras veces la noticia del suspenso me
llega en la actualidad, tantos años después, y entonces se desatan las deudas
que me empiezan a ser reclamadas desde todos los ámbitos profesionales en los
que he prestado mis servicios, invalidando mi trayectoria por impostor.
Los sueños no
son más que vivencias rencorosas que permanecen como enemigas hasta que mueres,
y quién sabe si incluso más allá. No estoy muy seguro que el descanso eterno
sólo lo sea a nivel cardíaco, y que de las recámaras mentales no sea de donde
salgan los gusanos que nos devoren.
El hecho es que
con esa perspectiva de las cosas que se adquiriere en exclusiva cuanto más te
vas acercando a una provecta edad, consigues entender que la presión
innecesaria, los nervios aniquilantes, las ansiedades devoradoras, no han
servido para nada. Al menos para nada útil de verdad.
Aunque es como
todo en el mundo de lo empírico. Sólo te das cuenta de lo que algo te hace
sentir hasta que lo experimentas. Pero cuando mucho tiempo después recuerdas el
efecto en ti de aquella sustancia, física o mental, ponderas la utilidad o no
de la reacción sufrida en función, sobre todo, de cómo te haya tratado la vida
a continuación.
Verbigracia:
Cuando pienso ahora, 24 años después, que aquel último examen de las
pesadillas, o los centenares que vinieron antes, no eran más que la
materialización de lo que otros esperaban de mí, pero no tenía nada que ver con
lo que era mi verdadera vocación; cuando pienso en lo difícil que es tomar
decisiones con trascendencia para los próximos 60 años cuando aún no sabes ni
por dónde te pega el aire, o si lo sabes eres tan imbécil y pusilánime que no
te atreves a plantar cara al statu quo
jerarquizado del que dependes, a sabiendas que cualquier desviación de las
tradiciones o de las formalidades dará al traste con tu reputación intachable
de niño responsable y estudioso; cuando piensas que aún tirando para adelante y
agarrándote a la infinidad de salidas profesionales consigues hacerte un
currículum, los tropiezos y las equivocaciones te vuelven a poner reiteradamente
en el punto de partida; cuando pienso en cómo sueño hoy que debería haber sido
mi vida, y cómo dejé aniquilarse esos sueños; cuando pienso que aún puedo reinventarme,
pero que estoy muy cansado de luchar, siempre con el arpón en la mano en mi
vida de marino de barco ballenero…
Cuando pienso en
todo ello, me digo: mira que fuiste gilipollas Angelito.
P.D: Encuentra tu
vocación y síguela. Y examínate sólo de aquellas materias que te apasionen. Y nunca es tarde para hacerlo.
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