El número 700 de la mítica revista cinematográfica
francesa "Cahiers du cinema" dedica gran parte de sus páginas a
analizar el concepto de emoción en el cine. A través de la opinión de 140 cineastas,
se expresan otros tantos momentos en que una imagen, un instante de celuloide
ha sido capaz de producirles una emoción.
De forma casual
o no, ese mismo número homenajea a Francois Truffaut al cumplirse estos días el
30 aniversario de su precoz muerte a los 52 años.
El amante del
amor, la más profunda mirada interior, la que mejor ha sabido proyectarse, la
que partía del abandono físico, de la orfandad emocional, la que trataba por
todos los medios de resarcirse a través de su eterno alter ego , convirtiendo
la tortuosa consecución de ese sentimiento en el motor y la turbina que todo lo
transforma.
El drama de las
pérdidas a destiempo, cuando se trata de artistas y creadores, es la incógnita
de sus obras inconclusas. Qué esbozos estarían ya desbrozados en su mente, cuánta
más genialidad en ciernes jamás verá la luz.
El consuelo es
su legado. El perdurable reencuentro con lo que una vez nos reconcilió con la
vida. Lo que hace grande al arte es su inmortalidad, disponible siempre para
cuando queramos volver a emocionarnos. Y aunque la formulación química no es
precisamente exacta cuando se trata de emociones artísticas dado que nuestra piel
no reacciona igual según quien la toque y en qué momento sea tocada, lo que es
infalible es que aquello que una vez te removió por dentro, lo siga haciendo de
igual forma - aunque pueda variar en algún matiz la intensidad- ,mientras te
quede el hilo de vida suficiente.
Mi instante de
emoción inalterable se lo debo a Truffaut.
Se lo debo a
"La noche americana" (Francia, 1973).
Un guión que
plantea el cine dentro del cine, y que a través de la técnica cinematográfica
consistente en aplicar un determinado filtro a la lente de la cámara para
simular un escenario nocturno cuando en realidad se está rodando de día (day
for night), abre una reflexión sobre la confusión de los sentimientos, sobre
los claroscuros del amor, mezclando realidad y ficción hasta el punto de
hacerlas indistinguibles.
El amor, decía
Truffaut, "es el argumento de los argumentos, el único argumento posible".
Su búsqueda, su encuentro y su pérdida como los tres actos de una ópera, o como
los tres movimientos de una sinfonía contemporánea. Y todos los órdenes
emocionales que pivotan entorno a él representados en el desarrollo narrativo:
la conquista, la insinuación, la estrategia, el romanticismo, el sexo, la
traición, el sufrimiento o la plenitud. Cada uno en el grado al que nuestra propia
individualidad nos aboque.
Y nos enseña el
gran maestro francés que la pulsión que imprime el amor no está asociada en
proporción geométrica a la edad. En la noche americana hay dos generaciones
representadas: actores/personas veteranos baqueteados en mil escenarios que
tratan de ignorar su inexorable declive, y actores/personas noveles que
despuntan en su lozanía.
El viejo galán
reteñido, aún en buena forma física, que sigue adorando unos espejos que le han
jurado odio eterno; y que trata de confundirse a sí mismo emulando una pasión
de juventud que tuvo que estar tan oculta como secreto es su veinteañero amante
al que pasea ignorante de que sólo persigue a través suyo un evidente afán de
celebridad que todos ven menos él. Pura caricatura de un ser bellísimo que
asiste a su descomposición diaria con horror.
La eximia diva,
que sobrevive reconociéndose tan solo en las poses de las fotos de artista en
blanco y negro dedicadas a sus admiradores. Sofisticada y caprichosa, con
turbantes de colores y unas enormes gafas negras de sol. Y sola. Terriblemente
sola. Maltrecha perdedora que lo apostó todo alegremente, sin reparar que la
juventud se esfuma tan rápido como los caudales cuando se dilapidan sin medida.
El actor joven,
atormentado y oscuro. Intenso pero de débil y sensible mirada líquida, niño
caprichoso sin evolucionar , que posee cuanto quiere sin advertir que no es dueño
ni siquiera de sí mismo. Que amenaza con efectistas suicidios de pacotilla con
tal de seguir siendo siempre el manipulador centro de atención, porque no sabe
verbalizarse de otro modo.
Y mi instante de
emoción, el que nunca dejará de acompañarme, encarnado en la irrupción en pantalla
de la mujer más bella jamás creada, en su híbrida esencia genética nacida al
socaire de las islas del canal de La Mancha, esa que le aportó la distante
elegancia inalcanzable de las inglesas y la carnalidad húmeda y glamurosa de
las francesas. Como una institutriz libertina que te enseña con educación
exquisita el universo del placer desde el hipnotismo de sus ojos verdes.
Lo que Jacqueline
Bisset supuso para configurar mi esencia cinéfila está en esa secuencia de la
película dentro de la película en la que se ensayaba el ángulo de la cámara, la
luz de su rostro, serena y compleja a la vez, dejándose modelar por Truffaut
mientras le agarraba el mentón y giraba su cabeza a derecha e izquierda ante la
presencia transparente de su partenaire. Constituye la única explicación de que
yo sea tal y como soy. Y no es necesario que nadie más lo entienda. Truffaut se
llevó el secreto a la tumba hace 30 años y Jacqueline aun lo guarda mientras
trata de embestir al paso del tiempo con su atemporal golpe de melena castaña.
Sería injusto e
imperdonable olvidarme de quien con su pulso de crescendo puso fondo musical a
la secuencia y banda sonora a mi vida. La ascendente firmeza de las cuerdas de
la orquesta, amalgamándose con las fanfarrias barrocas obra del gran músico George Delerue.
Ahora al fin
puedo confesarlo: la emoción extrema que aquel perfecto ensamblaje me produjo,
es la única razón por la que he llegado al día de hoy con vida.
Gracias Jacqueline, gracias Jean-Pierre,
gracias George, gracias por siempre Francois. Gracias por salvarme la vida en
el momento que más lo necesitaba.
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