sábado, 7 de junio de 2014

LA NUIT AMERICAINE (DAY FOR NIGHT)

   El número 700 de la mítica revista cinematográfica francesa "Cahiers du cinema" dedica gran parte de sus páginas a analizar el concepto de emoción en el cine. A través de la opinión de 140 cineastas, se expresan otros tantos momentos en que una imagen, un instante de celuloide ha sido capaz de producirles una emoción.
   De forma casual o no, ese mismo número homenajea a Francois Truffaut al cumplirse estos días el 30 aniversario de su precoz muerte a los 52 años.
   El amante del amor, la más profunda mirada interior, la que mejor ha sabido proyectarse, la que partía del abandono físico, de la orfandad emocional, la que trataba por todos los medios de resarcirse a través de su eterno alter ego , convirtiendo la tortuosa consecución de ese sentimiento en el motor y la turbina que todo lo transforma.
   El drama de las pérdidas a destiempo, cuando se trata de artistas y creadores, es la incógnita de sus obras inconclusas. Qué esbozos estarían ya desbrozados en su mente, cuánta más genialidad en ciernes jamás verá la luz.
   El consuelo es su legado. El perdurable reencuentro con lo que una vez nos reconcilió con la vida. Lo que hace grande al arte es su inmortalidad, disponible siempre para cuando queramos volver a emocionarnos. Y aunque la formulación química no es precisamente exacta cuando se trata de emociones artísticas dado que nuestra piel no reacciona igual según quien la toque y en qué momento sea tocada, lo que es infalible es que aquello que una vez te removió por dentro, lo siga haciendo de igual forma - aunque pueda variar en algún matiz la intensidad- ,mientras te quede el hilo de vida suficiente.


   Mi instante de emoción inalterable se lo debo a Truffaut.
   Se lo debo a "La noche americana" (Francia, 1973).
   Un guión que plantea el cine dentro del cine, y que a través de la técnica cinematográfica consistente en aplicar un determinado filtro a la lente de la cámara para simular un escenario nocturno cuando en realidad se está rodando de día (day for night), abre una reflexión sobre la confusión de los sentimientos, sobre los claroscuros del amor, mezclando realidad y ficción hasta el punto de hacerlas indistinguibles.
   El amor, decía Truffaut, "es el argumento de los argumentos, el único argumento posible". Su búsqueda, su encuentro y su pérdida como los tres actos de una ópera, o como los tres movimientos de una sinfonía contemporánea. Y todos los órdenes emocionales que pivotan entorno a él representados en el desarrollo narrativo: la conquista, la insinuación, la estrategia, el romanticismo, el sexo, la traición, el sufrimiento o la plenitud. Cada uno en el grado al que nuestra propia individualidad nos aboque.
   Y nos enseña el gran maestro francés que la pulsión que imprime el amor no está asociada en proporción geométrica a la edad. En la noche americana hay dos generaciones representadas: actores/personas veteranos baqueteados en mil escenarios que tratan de ignorar su inexorable declive, y actores/personas noveles que despuntan en su lozanía.
   El viejo galán reteñido, aún en buena forma física, que sigue adorando unos espejos que le han jurado odio eterno; y que trata de confundirse a sí mismo emulando una pasión de juventud que tuvo que estar tan oculta como secreto es su veinteañero amante al que pasea ignorante de que sólo persigue a través suyo un evidente afán de celebridad que todos ven menos él. Pura caricatura de un ser bellísimo que asiste a su descomposición diaria con horror.
   La eximia diva, que sobrevive reconociéndose tan solo en las poses de las fotos de artista en blanco y negro dedicadas a sus admiradores. Sofisticada y caprichosa, con turbantes de colores y unas enormes gafas negras de sol. Y sola. Terriblemente sola. Maltrecha perdedora que lo apostó todo alegremente, sin reparar que la juventud se esfuma tan rápido como los caudales cuando se dilapidan sin medida.
   El actor joven, atormentado y oscuro. Intenso pero de débil y sensible mirada líquida, niño caprichoso sin evolucionar , que posee cuanto quiere sin advertir que no es dueño ni siquiera de sí mismo. Que amenaza con efectistas suicidios de pacotilla con tal de seguir siendo siempre el manipulador centro de atención, porque no sabe verbalizarse de otro modo.
   Y mi instante de emoción, el que nunca dejará de acompañarme, encarnado en la irrupción en pantalla de la mujer más bella jamás creada, en su híbrida esencia genética nacida al socaire de las islas del canal de La Mancha, esa que le aportó la distante elegancia inalcanzable de las inglesas y la carnalidad húmeda y glamurosa de las francesas. Como una institutriz libertina que te enseña con educación exquisita el universo del placer desde el hipnotismo de sus ojos verdes.


   Lo que Jacqueline Bisset supuso para configurar mi esencia cinéfila está en esa secuencia de la película dentro de la película en la que se ensayaba el ángulo de la cámara, la luz de su rostro, serena y compleja a la vez, dejándose modelar por Truffaut mientras le agarraba el mentón y giraba su cabeza a derecha e izquierda ante la presencia transparente de su partenaire. Constituye la única explicación de que yo sea tal y como soy. Y no es necesario que nadie más lo entienda. Truffaut se llevó el secreto a la tumba hace 30 años y Jacqueline aun lo guarda mientras trata de embestir al paso del tiempo con su atemporal golpe de melena castaña.


   Sería injusto e imperdonable olvidarme de quien con su pulso de crescendo puso fondo musical a la secuencia y banda sonora a mi vida. La ascendente firmeza de las cuerdas de la orquesta, amalgamándose con las fanfarrias barrocas obra del gran músico George Delerue.
   Ahora al fin puedo confesarlo: la emoción extrema que aquel perfecto ensamblaje me produjo, es la única razón por la que he llegado al día de hoy con vida.
   Gracias Jacqueline, gracias Jean-Pierre, gracias George, gracias por siempre Francois. Gracias por salvarme la vida en el momento que más lo necesitaba.





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