Como era previsible, acabó en tangana. Casi en riña
tumultuaria necesitada de intervención de las fuerzas del orden. Se veía venir.
No podía durar eternamente la inmunidad a las mafias organizadas de jubilados
que se desplazan diariamente, haciendo alarde de una gran notoriedad, de la
cinta de correr a la zona de abdominales, y de la sala de actividades colectiva
a la de musculación.
Era algo que
veníamos comentando desde hace muchísimo tiempo entre nosotros, el resto de
socios de mi gimnasio. Una mañana cualquiera, máxime los lunes, por aquello de
las conciencias culpables tras los excesos etílicos y gastronómicos del fin de
semana, en la franja horaria entre las 9 y las 12, el normal desarrollo de una
simple tabla de ejercicios resulta una labor mucho más difícil que entender el bosón de Higgs para un iletrado en física como creo que somos el común de los
mortales.
No es ya
solamente la constatación de que cualquier ejercicio cardiovascular que uno se
plantee realizar va a resultar infructuoso, y no por una manifiesta
insuficiencia de máquinas para practicarlo (que no es el caso en mi gimnasio),
sino porque nuestra querida mafia de jubilados no sólo sobrepasa impunemente
los 30 minutos máximos de utilización para las que todas están programadas
volviéndolas a reiniciar sin bajarse, sino que se van reservando el turno unos
a otros en la mejor tradición alcaponiana.
De ahí que
cuando al fin, después de haberte quedado frío esperando, les ves bajar de la
máquina y te diriges a ocuparla, te paren en seco. Y no es porque por higiene o
educación cívica tengan el pundonor de limpiarla de sus propios restos de
transpiración antes de que tú la utilices, sino porque te indican con expresión
muy seria y trascendente que ya se la tenían pedida.Como si de la cola de la pescadería se tratase.
Hoy un hombre de
unos 40 años ha tenido la osadía de replicarle a una señora enjuta y
contrahecha que se bajaba de la elíptica. Ella se la tenía reservada a su
marido, que mientras esperaba los últimos 45 minutos había pasado del remo a la
bicicleta estática. La susodicha es bien conocida por todos como la capomafiosa oficial. Gestiona con maestría
no sólo la máquina que ocupa, sino todas las demás, y en sus recriminaciones e
imposición de orden habla como portavoz de todos sus adeptos, matrimonios
jubilados como ella y su marido, con los que en su vida no deportiva comparten
también viajes del Inserso a Benidorm y baile en la Finca Altamira los jueves,
viernes y sábados.
Pues bien, el
valiente que ha osado encararse con la señora bajita de gafas, ha hecho oídos
sordos de la prohibición de subirse a la máquina sin que se le pusiera nada por
delante. Bueno, nada que no fuera el señor que a continuación ha aparecido de
inmediato para conminarle a que se bajara y que con gesto violento en sus
ademanes y agresividad en sus palabras casi le zarandea y le echa a empellones
más que por usurpación, por haber mancillado el honor de la que viene siendo su
esposa desde hace 50 años. Ella está muy claro que se vale sola, y que es el
cerebro de ese matrimonio, pero en circunstancias difíciles apela al clásico
rol del macho protector.
El altercado se
ha solucionado con la intervención de los monitores de sala, que no sabían por
dónde les soplaba el aire, hasta que el socio expulsado de la elíptica de
marras ha tomado la deportiva decisión de bajarse de la misma y dirigirse al
despacho de gerencia del centro para poner la correspondiente reclamación
recogiendo el sentir de todos nosotros.
Y lo mismo puede
decirse de las ocupaciones interminables de las máquinas de musculación por
parte de los jubilados. Sus descansos entre serie y serie los realizan sentados
en la propia máquina, y si se osa sugerirles que si es posible alternar el uso,
suelen mirarte con cara de haber visto un quinqui navajero que les quiere robar
la cartera empleando la fuerza bruta. Se levantan a regañadientes, como diciendo "ahora me vas a
cambiar el peso y me vas a descentrar cuando vuelva a sentarme". Y eso es
lo más suave, porque otra de las casuísticas habituales es la de un jubilado
sentado en la máquina de press pectoral, sin utilizarla, y otro jubilado de pie
frente a él, dándose mutuo palique durante más de un cuarto de hora, que alguna
vez lo hemos cronometrado.
O cuando invaden
la zona reservada para las colchonetas en las que hacer los abdominales, y
capitaneados por otro jubilado jefe que en su día fue profesor de karate y que
ha desarrollado un método propio de gimnasia, se ponen a mover brazos y piernas
durante más de media hora provocando el absoluto colapso de las instalaciones.
Y como es una kedada clandestina, que no oficial del club, no pueden utilizar
las salas de clases colectivas.
En estas últimas
se produce otro hecho sangrante, esta vez atentativo al más elemental sentido
de la estética. Y no hablo ya de las redondeces recogidas en modernas prendas
de licra antitranspirantes, sino de las
completas asincronías en los movimientos coreográficos de las clases de zumba,
aerobic, kick-boxing o step. Algo que debería resultar tan próximo al baile
contemporáneo o a la danza, se convierte en una función colegial de cuarta regional.
Pero ellas tan pichis y tan de peluquería, con todo el oro y joyerío resonando
entre paso y zancada.
Que conste que
defiendo la práctica deportiva y la vida saludable por encima de todas las
cosas, y que valoro la constancia de todos estos jubilados con los que comparto
gimnasio cada mañana. (Es más, con muchos de ellos he fraguado amistades
entrañables de las que me nutro abundantemente y con las que no paro de
aprender). Pero no es menos cierto que lo han tomado al asalto, han impuesto
sus leyes aprovechando un vacío legal y una prevalencia de posición por su
mayor edad. Y aun respetándoles, no estaría de más recordarles de forma gráfica
que deben pensar un poco en los demás, que ese es un espacio común, y que para
contarse sus chascarrillos siempre les queda la cafetería, la sala de baile o
las prolongadas estancias en Benidorm. Y que a los que vamos con el tiempo
justo para realizar nuestras rutinas de ejercicios nos permitan llevarlas a
cabo sin barreras psicológicas ni obstáculos físicos insalvables.
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