Tolerancia
cero a la exigencia, parece que es el título del pasquín que se
enarbola en nuestros días en ámbitos tan variados como el laboral, el docente, e
incluso el doméstico.
Como si ser un
padre exigente hiciera peligrar la patria potestad por una causa equiparable al
maltrato físico o psicológico del niño, su desnutrición o su abandono.
Como si ser un
profesor exigente nos retrotrajera a los tiempos pretéritos en los que
imperaban lemas tales como "la letra con sangre entra" o "quien
bien te quiere te hará llorar" y donde el castigo físico que se infligía a
los alumnos como parte de su educación era consustancial a las corrientes
pedagógicas de la época.
Como si ser un
jefe exigente fuera sinónimo de despotismo por cojones. Un esclavista. Alguien
que ejerce tal presión sobre sus empleados que sólo logra fomentar el absentismo
a base de bajas por ansiedad o depresión.
Queda demostrado que un niño es un "cachorro humano" como llamaba la pantera Baguera al pequeño Mowgli en "El libro de la selva". Esa acepción que nos integra decididamente en el reino animal es algo que no podemos obviar; como el resto de animales tenemos que ser exigentes con nuestros cachorros para que aprendan a caminar por sí solos, para que sepan encontrar comida, para que no sean víctimas de otros depredadores. Un exceso de tolerancia puede ocasionar directamente que el cachorro no esté capacitado para sobrevivir en su vida adulta en la dureza de la selva, del desierto, de los cielos, de los océanos o del laberinto emocional del mundo contemporáneo.
El niño aprende
por observación. Los comportamientos que producen un determinado efecto
contrastado son el ejemplo que el niño tomará para repetirlos. La importancia
que tiene en éste caso la figura paterna/materna como instructores de sus
hijos, es la que determinará decididamente el sesgo que tome una parte importante
de su personalidad, sobre todo en lo tocante a sus valores éticos o morales.
Por otro lado,
nunca podemos olvidar que un niño no es sólo un ser bajito al que no se puede
perder de vista, desconocedor de todo tipo de peligros. Un niño es
fundamentalmente un ser vulnerable, en construcción, puro andamiaje, que sólo
encontrará cobijo y seguridad en quien más le exija. A efectos prácticos, y sin
olvidar las inherentes dosis de amor y ternura con las que hay que perfumarles
cada día, aquel que le imponga al niño un cauce de rectitud, será quien le
reconforte como un agarre firme en su dependencia. Un niño reconoce
perfectamente a los otros niños, son como él. Un adulto debe ser alguien
distinto, y por el hecho de serlo debe marcarle las pautas de forma muy clara,
para con ello aportarle la seguridad que necesita para crecer. Sin ella nunca
dejará de ser un niño perdido que navegará por todas sus épocas biológicas sin
evolucionar en consonancia.
La otra parte de
la instrucción es la que se recibe fuera de casa, y no sólo en el colegio, sino
que puede prolongarse hasta la Universidad. El nivel de exigencia se ha ido
relajando con el tiempo, de forma que asistimos hoy día a la paradoja de que
quienes tienen el mando de las aulas son los alumnos y no los profesores. No
sólo porque sea imposible en muchos institutos impedir que se introduzcan
teléfonos móviles a las clases con los que estarse mandando wasaps en vez de atendiendo las instrucciones en matemáticas,
filosofía o historia. No sólo porque se han impuesto las calumnias hacia los
docentes sabiendo que les ampara la ley, y que aunque exista una presunción de
inocencia nos agarramos al "difama que algo queda". No sólo porque la
versión distorsionada que aportan los hijos sobre los porqués de sus fracasos,
ya nunca admite más prueba en contrario que la ineptitud del profesorado; y los
padres, ni cortos ni perezosos, se presentan ante ellos sin previo aviso para
pedirles explicaciones sobre las injustas calificaciones de sus hijos, y su
inmediata rectificación. No sólo porque la libertad de cátedra haya quedado
condicionada a lo "políticamente correcto".
La consecuencia
de todo ello llega inexorablemente a las oficinas y centros de trabajo de todo
tipo. Resulta inexplicable que a un grupo de trabajadores treintañeros haya que
recordarles que la jornada laboral es para trabajar, y no para contar chistes,
reírse o chatear por Facebook, retrotrayendo al jefe a un puesto de cuidador de
patio de colegio de una puerilidad tan manifiesta y vergonzante como innecesaria.
Resulta inexplicable que la apelación a una conjura de hechos cósmicamente
adversos impidan siempre la consecución de los resultados y objetivos de negocio,
y jamás se valore la posibilidad de un esfuerzo escaso y nada diligente por
parte de quienes cobran por conseguirlo. Resulta cuanto menos preocupante que
un mínimo nivel de exigencia se vuelva en contra de quien lo pide, y pase a ser
sospechoso de todo tipo de modernos delitos y faltas del ámbito laboral, como
el acoso o el mobbing. Todo ello sin mencionar las siempre gratuitas
denostaciones hacia el jefe, minimizando su valía y cualificación para el
puesto, puestas de manifiesto en todo tipo de redes sociales bajo la impunidad
y la cobardía del anonimato.
De aquellos barros,
estos lodos.
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