viernes, 30 de mayo de 2014

LA TA MARIÁN


   "Desde pequeño había aprendido a deleitarse con la observación psicológica de las conversaciones de los adultos, le resultaban una fuente inagotable de contenidos y aventuraba en ellas un aprovisionamiento del material necesario para una supervivencia menos complicada. Aprendió a discernir entre una estrategia dialéctica y la manipulación más vil, constató cómo de frágil es la adulación gratuita si a la vuelta se convierte en una puñalada trapera, sobre solidaridad y pago aplazado del precio de la ayuda lo aprendió todo, sobre la  construcción de alianzas y su destrucción repentina también, y desafortunadamente tuvo ocasión de especializarse en  materia de guerras. Y de entre todo el espectro posible de relaciones que se mostraban ante sus ojos, tuvo claro desde niño que las más apasionantes, las más fluidas al tiempo que más conflictivas, no eran las tan manidas entre hombres y mujeres, sino las de las mujeres entre ellas mismas. Había tenido buena muestra de ello en varios pesos pesados de su familia. Una larga tradición de mujeres con caracteres difíciles, muy resolutivas pero también intransigentes con la debilidad del prójimo, cariñosas y abnegadas madres y esposas en el retrato de familia que exhibían pero tiránicas en la convivencia intra muros. “Placer de casa ajena”, como lo definía con gran precisión su abuela paterna Angelines. Quizá fuera el recio carácter del norte. Lo cierto es que Laro creció marcado por ese universo femenino tan potente…" (Pandemonium)
   Perdón por la osadía de la autocita. Juro no volverlo a hacer de no ser absolutamente imprescindible, como es el caso. Pero como todo escritor, hay temas muy enraizados en la propia biografía que van surgiendo como pinceladas complementarias, secundarias o de refuerzo y que acaban sosteniendo de algún modo el cuerpo principal de la obra. Muchas veces descubres que esas comparsas tienen entidad más que sobrada para convertirse a su vez en protagonistas de un lienzo en blanco, y es ahí donde verdaderamente adviertes lo perennes que han estado siempre en tu subconsciente.
   Quiero con ello, pues, traer a colación la determinante influencia que dos mujeres en concreto, mis abuelas, ejercieron sobre los melancólicos grandes ojos azules de aquel niño idolatrado, que absorbía sediento cuanto le rodeaba como si presintiera que debía hacer acopio de esas radiografías para provisionarlas de cara a su futuro de escritor.

   Angelines era para mí, la Ta Marían. Cómo pude tener la habilidad de conseguir que la balbuciente pronunciación del nombre de la abuelita maría ángeles con mi lengua de trapo, quedara para siempre asignada como la denominación definitiva que perduraría en la familia. Y lo mismo me pasó con el To Asino, el Nene, y la Ta Tere a la que me referiré más adelante. Así han pasado a la historia familiar.
   La Ta Marían se pintaba los labios con un carmín rojo, y se perfumaba con unas gotas de esencia floral que elegantemente lanzaba a su nuca, con un difusor en forma de pera ajustado a un frasquito de cristal, que rellenaba periódicamente en la droguería. Y lo hacía cada día, con la misma abnegada disciplina con la que lo tenía todo dispuesto y en orden, unos minutos antes de que mi abuelo llegara de trabajar. Era su manera de demostrarle amor, estar siempre guapa para su marido. Ya podía estar inmersa en los últimos toques de la deliciosa comida que cada día preparaba con una mano prodigiosa para el punto y la sazón, o terminar de haber pasado la fregona por el cuarto de baño, que sin necesidad de una alarma que se lo recordara, ella se adentraba en su dormitorio, abría un pequeño secreter que protegía con llave, y entre sus joyas y abalorios, sacaba el carmín y la colonia, y ya arreglada avanzaba por el pasillo al encuentro con el abuelo.


  

   Luego, cuando el abuelo se machaba de nuevo a trabajar, salía a despedirle al mirador. Él oteaba al pisar la calle, echaba otro vistazo hacia arriba a mitad de trayecto, y de nuevo y por última vez cuando doblaba la esquina antes de desaparecer. Siempre con un golpe de mano de ambos que impulsaba un beso recíproco,  que yo creo que se juntaban el uno con el otro a medio camino de la calle y desde ahí se multiplicaban.
   La Ta Marián era poseedora de una fina ironía que como una impronta de ADN ha sido heredada por algunos de sus descendientes, incluso hasta dos generaciones después. Era punzante, sarcástica, incisiva, muestras todas ellas de una inteligencia que la hacía aún más brillante al combinarse con su elegancia de mujer fina y cultivada. Elegancia en el porte, en el caminar, en el vestir, en el conversar; elegante, sobre todo, en el modo de entregar afecto, ternura y confort.
   Nada nunca tan apaciguante, tan reparador como las palabras cálidas que acompañaban sus caricias. Nada nunca tan absorbente como el pañuelo que siempre tenía dispuesto para secarte las lágrimas.
   La Ta Marían guardaba un tesoro en el armario de la sala de estar. Se contenía dentro de unas cajas de latón, dos redondas y planas, y otra cuadrada más pequeña pero más alta. En ésta última guardaba el chocolate con leche (de Nestlé o el que mi tía Regimari hubiera traído de Suiza). Primorosamente se encargaba de desmenuzar la tableta onza a onza para así poderla gestionar y dosificar como lo que era, una recompensa ansiada a la que sólo podía accederse con un comportamiento ejemplar. ¡Cómo olía aquella caja de onzas de chocolate…! Las otras dos contenían galletas. Unas del tipo María y la otra unas pequeñitas del tamaño de un botón y en forma de pezón que se llamaban paciencias.




   De ella me queda su donosura cuando recitaba viejas rimas con un toque picante, o su concentrada posición cuando tocaba el piano y atiplaba su voz para cantar, o el olor del ajo que dejaba freírse en el aceite antes de echar las patatas y la cebolla cuando cocinaba tortillas paisanas (con más huevo que patata, jugosas y esponjosas).

   De ella me queda sobre todo el aroma empolvado del maquillaje de su cara al besarme, o su imagen gozosa tomando del brazo a mi abuelo cuando enfilaban Pereda en sus paseos vespertinos toda arreglada para mirar y ser vista.


jueves, 29 de mayo de 2014

ROMA


"A mi poeta sexy…tu sofisticada diva".
   Esta dedicatoria aparecía grabada en la parte interior de una pulsera de acero y caucho con la que fui obsequiado el día de mi cuarenta cumpleaños. Era 29 de noviembre de 2007, llovía en Roma, y venia de las manos de la que desde solo unos pocos meses antes se había convertido en mi pareja.
   Era nuestro primer viaje juntos, en plena exaltación de un amor romántico que había quedado postergado más de veinte años atrás. Sin llegar a nacer, ni siquiera tocado de refilón, tan sólo sufrido como inalcanzable y con cándida coherencia desechado sin ningún intento por ninguna de las partes. Tanto tiempo después, con dos vidas destruidas o a medio construir, nos dijimos todo lo que no nos atrevimos, y planteamos un colorista mosaico modernista elaborado con varios pedazos rotos de cerámica que al unirse creaban un estimulante efecto visual.
   El poeta sexy era yo, renacido para las metáforas, las hipérboles y las metonimias con periodicidad diaria, produciendo nuevos versos que enviaba a su destinataria vía SMS en unos tiempos -tan cercanos- en los que aún no se había hecho rico alguien con la invención del WhatsApp.
   La sofisticad diva era ella, aunque he de decir en su descargo que es ahora infinitamente más sofisticada que cuando la reencontré, y que como le insisto con machaconería" me enamoré de la diva pero me he quedado con la mujer".  
   Pues bien, era otoño en Roma, y tras improvisar una tarta de cumpleaños con un pastel redondo pero individual sobre el que soplé la mecha encendida de una vela con forma de ángel alado casi tan grande como su diámetro, experimenté uno de esos instante de felicidad en máximos en los que nada más es importante, en los que sólo el roce con la persona amada es una necesidad impostergable, en los que el sabor de los besos es tan inagotable como la espuma en que termina el mar.
   El titular sería "cuando las almas de dos artistas se unen en la ciudad eterna", porque ese fue el gran descubrimiento propiciado por la intensidad inabarcable del escenario elegido.
   Detesto no ser siempre genuino y original, aborrezco parecer manido, pero poco puedo añadir que no haya sido dicho ya sobre Roma. Describir la monumentalidad, el eco de los espíritus del pasado más antiguo, la sensación de auténtico punto central del universo bajo la cúpula del Panteón de Agripa, la exuberancia de los conjuntos escultóricos de las fuentes de  Bernini en Piazza Navona…no es sólo innecesario sino sobre todo imposible.


  Aporto como banda sonora del momento el cuarto movimiento de I pini di Roma del compositor Ottorino Respigui, con su estremecedor crescendo en el que la totalidad de los instrumentos de viento de una orquesta al máximo de potencia armónica nos hacen sentir el temblor del suelo tras las rotundas pisadas de las triunfantes legiones romanas a su paso por la Vía Apia camino de su meta en la Colina Capitolina. Sólo así podría definir la sístole y diástole de mi enamorado corazón en Roma, el día que cumplí cuarenta años.


   Como imagen de portada, un enorme graffiti sobre un muro en la orilla derecha del rio Tíber, que por un azar gozoso parecía haber sido escrito para mí."Ti amo Ángelo", podía leerse desde el borde fluvial del Trastévere, como epítome de aquel viaje de consumación.


   Y como regusto gastronómico los papardelle all´amatriciana que cada noche tomamos en un ristorante de la piazza Lauri Volpi, frente al Teatro de la Ópera, antes de embadurnar nuestros cuerpos desnudos con una acelerada saliva que habíamos reservado en una cámara acorazada durante todos los años precedentes. 


miércoles, 28 de mayo de 2014

CASTLE HOWARD

   Lo que para la generación de nuestros hijos adolescentes serían "Crónicas Vampíricas" o "Los juegos del hambre", equivaldría para la de los cuarentones con aspiraciones cultas "Retorno a Brideshead".
   Esta serie británica producida en el año 1981 por Granada Television, basada en la novela homónima de Evelyn Waugh, se inoculó en mí como un inocente manantial de boquiabierto descubrimiento que acabó cristalizando en una pública y reconocida anglofilia que va agravándose con la edad, haciéndose más y más punzante, y de la que no pienso desembarazarme hasta que consiga un pasaporte que estoy convencido que merezco por puro derecho natural.
   En lo que cristalicen los sinsajos, licántropos y demás pruebas físicas y de amor entre humanos, vampiros y cualesquiera seres genéticamente híbridos, es una incógnita que sólo el transcurrir de los años podrá resolver, me temo. 
  En mi caso hay un sólo nivel equiparable al sabor de un primer beso, o al torpe y temeroso primer coito, o al balbuciente descubrimiento de la libertad individual. Una inflexión vital que nos tatúa en tinta negra la piel y permanece como un recuerdo cercano aunque realmente haya transcurrido media vida. Un hecho definitivo que me decantó hacia una única vía de conocimiento, la que aún hoy perdura en la evocación del Oxford universitario en el que las vidas de Charles Ryder y Sebastian Flyte se cruzaron para siempre. Un primer encuentro en apariencia escatológico y nauseabundo, pero que como todo vómito simboliza la liberación de lo maligno, de lo sobrante, de lo que hace un daño correoso y sobrecarga unas vísceras que para lo único que deben estar preparadas es para el hedonismo, aunque en ocasiones también causen dolor.  
   Lord Sebastian Flyte, el benjamín de una aristocrática familia británica vive sus días de estudiante en Oxford rodeado de una excéntrica camarilla que para los años 20 en Inglaterra sería equivalente a los Almodóvar y McNamara de nuestra madrileña movida ochentera. Con mucha más clase, vive Dios, pero bordeando con su provocación decidida la estabilidad de una encorsetada sociedad nada dada a los excesos ni a manifestación pública ninguna que pusiera en evidencia el más mínimo signo de debilidad o de estridencia, tan censurable.
   Sebastian es un hombre atormentado al que "se lo cargó mamá" . Mamá, que no era ni más ni menos que Lady Marchmain, y llevaba escrito en sus ojos el radicalismo católico, ese que infiltraba en los cimientos del tambaleante edificio de sus hijos y al que llamaba educación, donde el miedo, el pecado, el sufrimiento, la purga y la expiación eran los únicos materiales aptos para construir a un hombre. Sebastian trata de coexistir consigo mismo arrastrado por un lúdico sentido del placer y la diversión rayanos en lo infantil, en lo peterpanesco, donde Aloysius, el tierno osito de peluche que le acompaña como una segunda piel todas las horas del día, simboliza de forma meliflua una rebeldía que en el fondo es mucho más valiente de lo que parece. Aloysius es un asidero, un eterno retorno a las caricias, a la protección, y una negativa manifiesta a encarar una vida adulta que no se desea.


   Ese sendero de intrepidez, de absoluta libertad de acción y pensamiento, de gozo, de deleite sensorial, de cercanía, de contacto físico, cuando se mezcla descarnadamente con el decorado teatral de fondo de unas costumbres imperecederas como vestirse de etiqueta para la cena, disfrutar de una cesta de picnic cargada con botellas de champagne a la orilla del río una tarde de primavera, o admirar la vetusta calidez de la piedra coronada en agujas que aspiran al cielo en el viejo Oxford, provocaron en mis 15 o 16 años un impacto que aún hoy en día no soy capaz de calibrar. Llevo más de treinta años sintiéndome cada día un poco más cerca de Charles Ryder, incapaz yo también de saldar jamás la deuda con Lord Sebastian por desperezar ese cóctel de vísceras batientes envueltas en una chaqueta de tweed en que consiste en realidad la vida.
   Y tan duro como la vida, cuando Charles conoce a Julia, la hermana de Sebastian, al ser invitado a pasar el verano en el castillo familiar de Brideshead, y surgen los celos, las inseguridades, las pataletas de un débil niño malcriado que ve pararse en seco la gravitación de todo su universo, enamorado y no correspondido de la misma manera, que inicia una espiral de autodestrucción que toma la decidida forma del chantaje emocional y como única respuesta el distanciamiento.
   El amor de Charles y Julia, sostenido con fanfarrias barrocas a lo largo de los años, se hace más carnal cuando es más imposible, estando ambos comprometidos. Y otra vez la religión, en este caso encarnada en la infinita misericordia del Altísimo a través de la extremaunción, la que recibe el pecador Lord Marchmain en su lecho de muerte, el pater familias libertino y concupiscente que ha vivido sus últimos años en Venecia en brazos de su amante, y que regresa a morir a su propiedad inglesa no sin antes arrepentirse de todos sus carnales pecados por ese repentino miedo de los agnósticos en la preclaridad del minuto final. Ante tamaño fuego de artificio, la pretendida determinación de Lady Julia Flyte de abandonar a un marido al que no ama y ser feliz tantos años después con Charles Ryder, sale disparada como una explosión en su mismísima cara. La misma fe que mueve montañas, y en cuyo nombre tantas vidas han resultado tan infelices.


   La evocación de los años pasados en Brideshead con la voz y el pulso de Charles Ryder es la que vertebra el relato, cuando por azares del destino regresa a aquel castillo durante la Segunda Guerra Mundial, y el torbellino fantasmagórico de lo que solo puede sentirse aparece ante él con su corte de bolas y grilletes anudados con cadenas a las piernas.
   Yo también volví a Brideshead, solo que en mi caso tomó el nombre de la construcción que sirvió de set de rodaje de la serie de televisión. Visité Castle Howard en Yorkshire. Tengo intención, en algún momento, de escribir uno o tal vez diez posts - aún no lo he decidido- sobre mi Top 10 de momentos vitales. Ese fue uno de ellos, sin ningún género de dudas. El iniciático camino descubierto en la adolescencia a través de la literatura y de su correspondiente ficción televisiva, se encarnaba en aquel edificio coronado con una cúpula y rodeado de jardines y explanadas, que atesoraba no sólo impresionantes colecciones artísticas sino la explicación de porqué realmente soy aquello en lo que gracias a Brideshead me he convertido.



martes, 27 de mayo de 2014

MAY FAIR

  La solidaridad no parece cosa de ricos. O sí lo parece, pero las más de las veces nadie cree que sea del todo verdad. Siempre cabe la sospecha de que lo hacen para acallar sus sucias conciencias usureras, y que el sentimiento de reequilibrio social no brota de una convicción del alma sino de una medida cosmética orquestada desde los departamentos de márketing o de asesoría de imagen de las empresas, cuando no por una mera cuestión de desgravación fiscal.
   Es difícil también que ese espejismo de conmiseración hacia los más desfavorecidos se prolongue de forma constante en el tiempo. Es más, tan habituados como estamos a renombrar el calendario, como un moderno santoral pagano, se preasigna un día de concienciación para una causa determinada, y entorno a ella se orquestan una serie de eventos de carácter divulgativo y recaudatorio.
   Pero alejémonos de la tentación del maniqueísmo, y demos por buenas cualquiera de estas manifestaciones de solidaridad, bien entendida por supuesto desde la transparencia y la integridad, sin personas interpuestas que detraigan para sí un porcentaje de los beneficios obtenidos.
   El sábado del último fin de semana de mayo está señalado en rojo para todo el alumnado y profesorado del King´s College de Soto de Viñuelas, sus familias, y por extensión a toda la comunidad británica radicada en Madrid y alrededores. Tiene lugar la May Fair, una fiesta lúdica y divertida que celebra al aire libre de la sierra la llegada de la primavera y recauda fondos para tres proyectos solidarios en los que se trabaja desde hace años, uno en Haiti ( Holding Hands with Haiti), otro en Nepal (Child Bright Foundation) y el último en Jordania (Un Sueño Compartido).
   La premisa es pasar un día agradable comiendo especialidades exóticas, a las que son tan aficionados los británicos con su extenso pasado colonial, en puestos repartidos a lo largo y ancho del patio del colegio; comprando boletos para las rifas y tómbolas de todo tipo de objetos donados por los alumnos o por sponsors oficiales; asistiendo a competiciones deportivas; accediendo a la compra de libros en inglés en una gran librería montada al efecto; y disfrutando de los espectáculos musicales en vivo sobre el escenario en los que participan todos los integrantes del centro, desde personal directivo hasta profesores, pasando por alumnos de todas las edades.


  
 
   Es una jornada de encuentro, de convivencia. Quizá la más propagandísticamente aireada. Es cuanto menos curioso que, así como a veces los padres de los alumnos de este centro se pierden a nivel curricular dada la inmersión en el sistema educativo británico, tan diferente al español, y la información no es siempre todo lo fluida que sería necesario, desde varias semanas antes a la May Fair son decenas las circulares y emails recibidos con todo tipo de indicaciones sobre los horarios, el aparcamiento, las actividades, las solicitudes de voluntariado para colaborar en cualquier misión ese día, etc…
   Me quedo con el obligado y protocolario paso por las mesas de cambio repartidas por todo el campus, dado que el dinero de curso legal debe ser sustituida por pequeñas monedas de plástico de colores con valores diferentes, únicas válidas para poder invertir en cualquiera de los puestos, tómbolas o casetas.
   Me quedo con un plato de curry de pollo con arroz, el ya tradicional "Curry in a hurry", que como no estés precavido vuela con la misma rapidez que te lo comes.
   Me quedo con el puesto de comida libanesa con sus deliciosos falafel, hummus y taboule.
   Me quedo con cualquiera de los dulces postres caseros que venden las "Sweet Mamas", siempre tan encantadoras con sus delantales de puntillas y sus uñas pintadas regalando sonrisas a todos los visitantes que se acercan a su mesa.

   Me quedo con el descubrimiento de nuevos talentos vocales entre los alumnos del centro, emulando de forma sorprendente y a veces hasta sobrecogedora a estrellas del pop británico como Adele o Coldplay, y aportando esa misma estética indeleble que los hace únicos e irrepetibles (esas botas Dr. Martens verdes con vestido estampado de tirantes de una de las intérpretes me pareció la quintaesencia del espíritu inglés), y que justifica que hayan llegado donde lo han hecho a nivel internacional.

   Me quedo con las coreografías que las rubias y nativas jóvenes profesoras preparan con profesionalidad, sin ningún sentido del ridículo, producto de muchas horas de ensayo fuera de su horario laboral.
   Me quedo sobre todo con la sensación de que en el fondo, no te gastas más de lo que lo harías cualquier otro sábado y al menos estos británicos parece que te ofrecen confianza en lo que es el buen fin de tu colaboración solidaria.
   Long live the May Fair!


lunes, 26 de mayo de 2014

UN CUENTO DE HADAS

   Viajé a Madrid de noche, en un autobús denominado supra, donde lo único de alto standing era el cuero raído de los asientos, y que en la fila de la izquierda éstos no iban dos a dos sino que eran individuales. Por lo demás el espacio era exiguo cual cubículo, más aún cuando el pasajero de delante decidió unilateralmente reclinar su asiento para roncar de forma más holgada. O cuando el de atrás optó porque esa hora de la madrugada, mientras atravesábamos la meseta castellana, con todas sus interferencias telefónicas y su cobertura en zonas de sombra, era el momento idóneo para sostener interesantes conversaciones a gritos en un perfecto árabe. Mi almohada cervical, que siempre viaja conmigo, decidió anoche irse desinflando como un soufflé, y para cuando mis piernas encontraron su punto G invadiendo parte del pasillo, llegamos a Burgos y fui recriminado por impedir la bajada de alguna viajera con aquel insalvable obstáculo.
   Cinco horas y media después y dos paradas de metro mediante, llegué a casa y pude dormir como un bebé al menos unas tres horas.
   Va para diez años que salvo andando y en bicicleta, realizo casi cada fin de semana ese trayecto de 400 Km por todos los medios de transporte posibles. ¡Me han quitado Ryanair, los muy puñeteros…!Pero no es un peregrinaje. En Madrid radica el centro neurálgico de mis afectos, y este sábado era imprescindible mi presencia desde buena mañana, por la magnitud de los fastos y eventos que iban a tener lugar. Mi ausencia hubiera sido imperdonable, sobre todo para mí, tan dado a la autoflagelación cuando me invaden esos pensamientos negativos centrados en cuestionarme si estaré dando de mí lo suficiente. (Yo creo que la culpa de esa enquistada inseguridad la tuvo mi abuela cuando me cebaba a la hora de comer, arguyendo que no fuera a quedarme con hambre).
   Claudia ponía de largo su talento artístico como diseñadora de vestuario. No sólo había supervisado con su experimentado criterio los colores de las prendas y  las texturas de los tejidos de cada grupo de personajes en la función "Sueño de una noche de verano" que representaba junto a sus compañeros de 1º de bachillerato, sino que se había reservado para sí el papel de una de las hadas.
   Dentro de un vestido blanco de tul, alada, con una diadema de flores coronando su pelo largo y ondulado, y con la cara maquillada con una purpurina que me acompañaría toda la jornada tras haberla besado en repetidas ocasiones, apareció derrochando esa belleza rotunda e inocente que se va abriendo paso definitivamente en su rostro.
  

  Claudia ha sobrevivido al fuego de los dragones armada desde la serenidad, al menos aparentemente, y parece refugiada en un mundo interior que alimenta sueños de celebridad. A poco que le soplen los vientos propicios que le tengo encargados a Eolo desde su nacimiento bajo pena capital si incumple su protección, los conseguirá. Tiene talento, es inteligente y muy disciplinada. Pero arranca un vuelo que inevitablemente estará lleno de turbulencias, y aunque su ingeniería está hecha en acero y titanio, la vida la irá terminando de instruir en cómo planear sin motor para aprovechar al máximo su combustible, o cuándo repostar. Ella sabe que siempre seré su pista de aterrizaje disponible cuando necesite hacer una escala técnica.
   Pero si algo me supuso una revelación en esa función de fin de curso, fue descubrir de un modo muy elocuente, que Claudia y sus compañeros salían airosos de su travesía por el túnel del tiempo. Eran hombres y mujeres, capaces de transmitir emociones adultas, con la ilusión del porvenir gozoso dibujada en escorzo en sus rostros. Jóvenes formados en la solidez que sólo otorga el esfuerzo diario, sacrificados conocedores de la importancia del estudio y del ensayo, sin ignorar que el aplauso cálido al caer el telón sólo será verdadero cuando la audiencia que les juzgue no sea la de los entregados amigos y familiares que les protegen en las distancias cortas.
   El mundo real que les espera a corto plazo se llama Italia. Un merecido paréntesis imprescindible en su paladear vital, con sabor a algodón de azúcar, que miran tan ilusionados como los niños que fueron hasta antes de ayer frente a la tienda de chuches de la esquina.



   El siguiente evento en el tiempo, me llevó sin interrupción en el metro desde Arturo Soria hasta la calle Pradillo, y tenía sobre el escenario un piano afinado y los jóvenes alumnos de una escuela de música.
   El talento de Liam para las artes es incuestionable. Su a veces excesiva actividad no es más que el fluir de una creatividad en ciernes necesitada de una correcta canalización, sin duda a través de cualquier disciplina artística. Ante su inicial negativa hacia la danza, por esa pervivencia estúpida de estereotipos , ha encontrado en la música en general y en el piano en particular, su parcela de esparcimiento.
   Acusa ya Liam un sentido rítmico prodigioso, una cadencia exacta hacia los tiempos de las melodías, incluso una posición artística de los brazos mientras ejecuta sus piezas, rematado todo por un estilo inglés innato en el saludo y la presencia sobre el escenario.
   Sabemos que le supone el enfrentamiento con el cansancio, que el camino de ese aprendizaje es casi eterno, pero está en el momento de ser guiado antes de que él mismo decida si lo abandona o lo continúa.



   Andando hubiera llegado. Mi decadente emocionalidad cogió la directa y se aceleró hacia las butacas de dos teatros equidistantes en un breve lapso de tiempo. En ambos empecé a aventurar el resultado. Sin el amor dado y recibido, todo podría haber sido un conjunto vacío. Sólo mi henchido orgullo, mi nudo en la garganta y mi interior llorar sin parar me dieron la automática respuesta a todos mis desvelos. Andando hubiera llegado. Corriendo si hubiera hecho falta. Por ellos, todo.


viernes, 23 de mayo de 2014

PUNDONOR


Pundonor.

1.(s. m.)Sentimiento que mueve a una persona a cuidar su prestigio y buena fama y a intentar quedar bien ante sí mismo y los demás. 

   Siempre he sentido fascinación por esta palabra. Sus resonancias son épicas, caballerescas, y entroncan inevitablemente con tiempos en los que los valores en sí mismos y su cumplimiento práctico marcaban la diferencia entre quienes eran o no hombres de bien.
   ( Digo hombres en genérico, y negándome tajantemente a esa costumbre tan moderna de utilizar la @ para aseverar machaconamente un innecesario concepto de igualdad que para mí es consustancial a hombres y mujeres. Bien es cierto que en las épocas evocadas por el vocablo los hombres eran los guerreros y las mujeres las invisibles. Lo doy por zanjado).
   Creo que el propio desuso de la palabra pundonor en nuestros días termometriza una realidad que afecta a partes iguales a la vida pública y a la privada.
   No me quedan ganas de referirme ni de soslayo a la ausencia evidente, contrastada y enquistada de este sentimiento al que me estoy refiriendo por parte de cualquier miembro de la clase política.
   Tiene el pundonor un punto egocéntrico en su definición que me entusiasma. La satisfacción que obtiene uno mismo al sentirse conseguidor de sus propios objetivos, las más de las veces alcanzados a través de un descampado trufado de desolación, insolidaridad y envidias. No cejar, caerse y levantarse, arrastrarse herido en el tramo final, pero conseguir cortar la cinta con el pecho al llegar a la meta.
   Por mis huevos, por vergüenza torera, o simplemente porque uno tenga claro que en la vida hay que tratar, simplemente, de hacer bien todo lo que se acometa, elevando la responsabilidad individual al concepto de baluarte.

  Cómo ha decaído el pundonor, por ejemplo, en muchos ámbitos laborales. Puede justificarse, si se quiere, por la endémica frustración que muchos sienten al no conseguir trabajar en lo que quieren o en lo que les gusta. Creo que es un error. Todo trabajo es noble mientras proporcione alimento. Lo que existe es un exceso de desidia, una alarmante tendencia a la queja, a la crítica barata, a camuflar en los corrillos la propia mediocridad. Muchos no se esfuerzan más que por cumplir su jornada y que no les echen, pero nada ponen de pundonor para sentirse sobresalientes, para experimentar la sensación magnífica de la superación de los límites imaginarios. Organización (método), trabajo (acción) y pundonor (voluntad). Seguro que no me corrigen en ninguna Escuela de Negocios, si asevero que esa es la única clave que prepara para el triunfo. Y cuando el triunfo no llega…apelamos con superficialidad fácil a un entorno poco propicio o le damos al culpable una apariencia que nunca es la de nosotros mismos. Nos falta pundonor. Se ha perdido el espíritu del guerrero. Bueno, nos queda Rafa Nadal…y algún torero.


   El prestigio y la buena fama ya ni se consideran. Bien es cierto que ya nadie da ejemplo, y solemos caer en un " pero si haga lo que haga me va a dar igual" tan puramente conformista como despotricados son los aspavientos que lo acompañan. Vemos que todo tiene un precio, y que siempre hay alguien dispuesto a pagarlo. Oferta y demanda no siempre coinciden con prestigio y buena fama. Es más, cuanto más negra sea la leyenda, cuanto más morboso el montaje para el común televidente, más exponencialmente suele subir la cotización.
   A veces deja hasta de preocuparnos que nos quieran, y obramos erráticamente en una espiral que siempre acaba en nuestro ombligo. Damos de lado el tratar de entender que el otro puede tener otras necesidades, otras prioridades, otros legítimos motivos tan válidos como los nuestros, y que tratar de empatizar es empezar a querer.
   Pundonor. Que se nos caiga la cara de vergüenza si tras nuestra jornada laboral no hemos cumplido con todos nuestros cometidos, que nos sintamos casquillos sin bala si no conseguimos hacer felices a quienes nos quieren, que el ardor guerrero sin reminiscencias presida nuestros credos. Dar lo máximo, exigirnos todo, estirarnos hasta límites de máxima holgura…por pundonor.


jueves, 22 de mayo de 2014

ESPAÑA CAÑÍ

   Se trata definitivamente de una carencia cultural. No solamente jamás se le ha prestado atención en este país a la moda masculina, sino que el simple hecho de mostrar afición o atrevimiento en el vestir ha sido sistemáticamente cercenado por la mediocridad circundante. Calificativos que abarcaban despectivamente todas las declinaciones del afeminamiento no eran la mejor cantera para sacar de la prehistoria al macho ibérico.
   No pretendo elaborar una tesis que me obligue a remontarme a siglos o simplemente a décadas pasadas. Lo que veo en la sociedad española en la que vivo es lo que me preocupa, y mi estupefacción, unida a mi endémica capacidad de observación, lo que me autoriza a diseccionar un panorama claramente desalentador.
   No es posible apelar al falso binomio que une elegancia con capacidad económica. Primero porque la elegancia ni se adquiere ni se compra, y segundo porque en un mundo low cost como en el que vivimos no hay excusa para el desaliño.
   Por el mismo dinero un hombre puede vestir en España con un forro polar del décathlon o con un cárdigan de punto de H&M; con una camiseta de la selección española de fútbol (ganadora del mundial) o con una básica de algodón de corte ajustado de Primark; con unos calcetines blancos y zapatillas de deporte de mercadillo o con zapatos Oxford de Pull&Bear. Es cuestión de poner un poco de interés y exactamente los mismos euros.
   Por otro lado, España sigue viviendo bajo el concepto de la uniformidad. El porqué al llegar a los cuarenta se militaba hasta el fin de los días en el pantalón de vestir gris de tergal, los jerseys acrílicos azul marino de cuello en pico con camisas discretas lisas o de rayas…o porqué en verano el súmmum de la elegancia se ha considerado un pantalón chino, un polo de algodón y un zapato náutico…o porqué las corbatas de los anodinos trajes grises y azules de los ejecutivos no se prestan al menor atrevimiento…no tiene más explicación que el miedo a destacar. La integración masiforme es patrimonio exclusivo del español, el medio natural donde sentirse seguro.

                  

   La sombra del landismo sigue siendo alargada. Y el complejo de inferioridad y el sentido del ridículo es lo que más nos condiciona. Así nuestras calles, nuestros transportes públicos siguen trasladándonos, salvo excepciones, a las imágenes de Albania durante el comunismo o a la de los asilados y refugiados políticos de países en guerra. Puro y triste monocromatismo. Líneas rectas. Ninguna concesión al estilo ni a las tendencias, no vaya a ser que perdamos nuestra casposa esencia carpetovetónica, eso que nos llevó a ser un Imperio en el que no se ponía el sol…
   La complexión física del español medio tampoco ayuda. No es fácil parecer elegante cuando los pantalones no estilizan si no llegas al metro ochenta, o cuando las americanas no abrochan por la prominencia de las tripas. Ahora hay una nueva generación alimentada en mejores pastos, que moldea su cuerpo en el gimnasio y que se preocupa al menos de darse una vuelta por cualquier Zara. La pena es que son carne de HMYV (hombres mujeres y viceversa, para no entendidos en frikismo televisivo, programa de emparejamientos presentado por Emma García en Tele 5), y la impecable percha y el punto de estilo lo destrozan por completo con su escasa cultura y su absoluta falta de inquietud hacia ninguna parcela del conocimiento no carnal. Así que estamos arreglados…si no generan cultura de la de siempre difícilmente contribuirán a crear señas de identidad propias dentro del mundo de la moda.


   Retomo así mi post de ayer ("Inglese Italianato") y concluyo apesadumbrado sobre los varios cuerpos de distancia que nos separan de los hombres de otras nacionalidades que no pierden ni un ápice de virilidad por ponerse un fular estampado, ni pantalones de colores ni chaquetas entalladas.

   Los hombres que se preocupan de su propia estética son más hombres, porque arriesgan. Son más inteligentes, porque piensan. Son más deseables, porque están más bellos. Y las mujeres y los hombres lo agradecen. La armonía en el vestir, el refinamiento, lo depurado, lo valiente…no es más que la traslación exterior de lo que exclusivamente puede ofrecerse por dentro. Detesto a quienes califican la moda de superficial. Superficial es ir a trabajar en chanclas y bermudas, o ponerse un chándal cuando ni siquiera se es deportista. 

miércoles, 21 de mayo de 2014

INGLESE ITALIANATO


"L'inglese italianato/ è il diavolo incarnato" (Un inglés italianizado es el mismo diablo), es quizá una de las frases que mejor sintetizan y amalgaman cuanto de forma instintiva y natural ha sido siempre en mí una tendencia de vida.
   La pronuncia Cecil Vyse, el atildado y snob prometido, por un breve espacio de tiempo, de Mrs. Lucy Honeychurch, en la imprescindible "A room with a view" de mi idolatrado E.M. Forster, que centra su relato en la transformación que sufre una joven de clase alta en la reprimida Inglaterra eduardiana, al viajar a Florencia y entran en contacto con la monumentalidad circundante que suscita en ella el italiano descubrimiento de la pasión.
   Llevado al terreno de la moda masculina es quizá desde donde mejor pueda analizarse hoy en día esa aseveración. Nada puede objetarse ni a italianos ni británicos sobre su tradicional estilo y elegancia. Y es en sus calles donde se derrama esa cultura por las hechuras, los cortes y los complementos, traspasando el ideal mundo teórico de las revistas de moda y tendencias.
   El hombre británico siempre ha sido pura sastrería. Y ha sabido adaptarla a la modernidad sin perder un ápice de su veneración a la tradición. Como todo en lo británico, para mí tan admirable. Desde los paños de lana de tweed con los que dieron forma a la chaqueta y chalecos Harris creados para el ocio campestre por artesanos escoceses, hasta the golden mile of tailoring en Savile Row donde la sastrería a medida con telas lisas, de raya diplomática o en príncipe de gales cobra dimensiones artísticas por el cuidado, la dedicación y el buen gusto empleados.



   

   O la invención del trench coat (el abrigo trinchera) durante la Primera Guerra Mundial, con objeto de dotar a los soldados de una prenda que resultara caliente a la vez que impermeable, que ha convertido a esa sarga mezclada de lana y algodón en un básico de cualquier fondo de armario.
   De la cabeza a los pies, con unos elegantes zapatos Oxford y una visera de lana, o con una declinación infinita de tartans escoceses o patas de gallo. Han creado símbolos mundialmente reconocibles de elegancia, y han sido capaces de exportarlos manteniendo inalterables sus cimientos.
   Mezclados con unos jeans, con camisetas…y completados con estéticas capilares que van desde el pelo alborotado cuidadosamente estudiado, hasta el impecable corte a navaja que rapa nucas y laterales, y juega cándido con los largos flequillos.
   Algún detalle iconográfico elaborado a base de union jacks, y ya tenemos perfectamente definido el modelo de hombre británico contemporáneo que perdurará eternamente fiel a sus raíces y siendo al tiempo el más innovador y rompedor creando nuevas tendencias de moda.




   El hombre italiano no surge de una elegancia tradicional, sino inventada en el pasado siglo. Los italianos inventaron el diseño, encontrando en ello no sólo una industria próspera sino una forma de vida.
   En su caso las sedas, en esa vocación marcopolesca que les perdura en su código genético, trabajadas con primor en sus corbatas, pañuelos y fulares, fueron su primera seña de identidad.
   Luego la camisería, con sus tallajes estrechos, eso que luego el mundo anglosajón denominaría slim fit, sus cuellos anchos de varias abotonaduras o cerrados para quedar perfectamente encajados.
   El hombre italiano ama la ropa y todos sus complementos. Los hace suyos, los personaliza, se muestra cómodo y se arriesga. Con unas imprescindibles gafas de sol de diseño, un reloj deportivo, una chaqueta cruzada y un colorido fular complementando o contrastando los tonos de su camisa, el italiano puede reconocerse desde lejos.



   De esa mezcla de lo inglés y lo italianizado surge un surtidor de elegancia tan agradable de paladear como difícil de conseguir. Hay que nacer inglés o italiano (o en mi caso ser consciente, como digo siempre, del error garrafal de la cigüeña que me trajo…aunque para dar cera a la falta de estilo del hombre español ya habrá tiempo) para ser un paradigma del buen gusto, para dar valor a lo superficial como prolongación de lo que en realidad se es, para distinguirse y resultar atractivo, para aferrarse a las tradiciones siendo los más modernos, para enaltecer al diseño que trabaja para dar continuidad a una parcela de la vida tan imprescindible como es reconocernos únicos y diferentes delante de un espejo.





martes, 20 de mayo de 2014

DE CORSÉS E INTELIGENCIA

   De los tensos, ajustados y opresivos corsés con los que engañaron la visión externa de nuestras ideas y pensamientos hemos sido víctimas generaciones enteras. La prolija abotonadura de presillas y corchetes situada en la espalda nos obligaba a ser contorsionistas si queríamos desembarazarnos de él para ser autosuficientes, y las más de las veces comprobábamos impotentes que no podíamos. Estaban bien inventados, no solo para aparentar embellecimiento sino para constreñir y apresar el tórax a cadena perpetua.
   Fueron llegando las ayudas externas en forma de ideas liberadoras, pero el marchamo a fuego había dejado tal huella, que por un momento nos veíamos con las chichas descoyuntadas, fofos sin la perfecta estructura que modelaba nuestra figura.
   Daba igual. Tuvimos que romper los deformantes espejos de las ferias, esos que nos devolvían imágenes distorsionadas a propósito, para conseguir vernos tal y como en realidad éramos. Y tuvimos después que aceptarnos, y los que quisimos empezamos a someternos a una dura y disciplinada rutina de ejercicios que nos cincelara las partes más caducas de nuestra anatomía a base de lectura, viajes y avidez de conocimiento.
   Y en esas seguimos los que hemos decidido que la capa epidérmica de nuestra vida no sea un corsé, los que seguimos defendiendo el nudismo intelectual o el vaporoso vestido con falda de vuelo de alta costura. Hay ocasiones propicias para lucirse y mostrarse en sociedad, otras para ocultarse en la búsqueda de lo que en uno mismo pueda hacernos perdurables, algunas para compartirlo todo y otras para negar hasta el saludo. Ahí radica nuestra libertad como hombres y mujeres.



   Por eso me convulsionan los rebrotes de clasismo que me obligan a aceptar lo que la mediocridad de otros vende como un valor absoluto. Vuelvo a sentirme como si quisieran reimplantarme el corsé, y maliciosamente me lo vendieran como la última creación de París. Primero porque no lo necesito ya. Estoy fibrado y sigo estrictamente mi propia dieta, no tolero determinados alimentos. Segundo, porque la moda ha evolucionado gracias a Dios, y puedo o no seguir sus dictados. Milito en un street style propio que me confunde con el resto más que me destaca, y así me siento cómodo y elegante a mi manera. Y tercero, porque con corsé o sin él, nadie es más que nadie. Si tuviera que hacer una criba, el listón lo pondría en el talento. Y no me parecen precisamente las personas más talentosas aquellas que proclaman con su estrechez de miras que lo suyo siempre es lo mejor. Se pierden tantas cosas…
   Así que me aterrorizo cuando un hombre público se muestra condescendiente en el discurso porque su interlocutora es una mujer. Y se me representa de inmediato como el carpetovetónico machote rodeado de amigos en un bar con la barra de acero inoxidable y los jamones colgados del techo, mientras comentan el partido de fútbol del plus con unas cervecitas y un palillo entre los dientes. Aún queda mucho de eso en éste país. Y sus conversaciones denigrando a las mujeres y reduciéndolas a la categoría de chochitos calientes, no hacen más que ocultar con total seguridad su absoluta falta de calidad en el terreno amatorio y su inquebrantable estulticia como personas.


  Ellos se pierden el enriquecimiento de la igualdad, la inconmensurable capacidad organizativa de las mujeres, su pragmatismo cotidiano y su emocionalidad consciente. Su mayor inteligencia es la que nos ha salvado a los hombres de tantos naufragios.
   No me venda que lo suyo es lo mejor, señor Cañete, no me amenace con volver a ponerme el corsé del clasismo, del machismo ni del elitismo, porque ni lo quiero ni lo necesito. No creo en las castas, no creo en las superioridades salvo en las de la inteligencia. No quiero una sociedad en la nos preocupe dejar hablar a las mujeres. Ellas necesitan comunicarse mucho más que nosotros, y es gracias a esos análisis detallados que ponen de manifiesto con su oratoria que logramos ser conscientes de dónde está el problema y por dónde anda la solución.