viernes, 30 de mayo de 2014

LA TA MARIÁN


   "Desde pequeño había aprendido a deleitarse con la observación psicológica de las conversaciones de los adultos, le resultaban una fuente inagotable de contenidos y aventuraba en ellas un aprovisionamiento del material necesario para una supervivencia menos complicada. Aprendió a discernir entre una estrategia dialéctica y la manipulación más vil, constató cómo de frágil es la adulación gratuita si a la vuelta se convierte en una puñalada trapera, sobre solidaridad y pago aplazado del precio de la ayuda lo aprendió todo, sobre la  construcción de alianzas y su destrucción repentina también, y desafortunadamente tuvo ocasión de especializarse en  materia de guerras. Y de entre todo el espectro posible de relaciones que se mostraban ante sus ojos, tuvo claro desde niño que las más apasionantes, las más fluidas al tiempo que más conflictivas, no eran las tan manidas entre hombres y mujeres, sino las de las mujeres entre ellas mismas. Había tenido buena muestra de ello en varios pesos pesados de su familia. Una larga tradición de mujeres con caracteres difíciles, muy resolutivas pero también intransigentes con la debilidad del prójimo, cariñosas y abnegadas madres y esposas en el retrato de familia que exhibían pero tiránicas en la convivencia intra muros. “Placer de casa ajena”, como lo definía con gran precisión su abuela paterna Angelines. Quizá fuera el recio carácter del norte. Lo cierto es que Laro creció marcado por ese universo femenino tan potente…" (Pandemonium)
   Perdón por la osadía de la autocita. Juro no volverlo a hacer de no ser absolutamente imprescindible, como es el caso. Pero como todo escritor, hay temas muy enraizados en la propia biografía que van surgiendo como pinceladas complementarias, secundarias o de refuerzo y que acaban sosteniendo de algún modo el cuerpo principal de la obra. Muchas veces descubres que esas comparsas tienen entidad más que sobrada para convertirse a su vez en protagonistas de un lienzo en blanco, y es ahí donde verdaderamente adviertes lo perennes que han estado siempre en tu subconsciente.
   Quiero con ello, pues, traer a colación la determinante influencia que dos mujeres en concreto, mis abuelas, ejercieron sobre los melancólicos grandes ojos azules de aquel niño idolatrado, que absorbía sediento cuanto le rodeaba como si presintiera que debía hacer acopio de esas radiografías para provisionarlas de cara a su futuro de escritor.

   Angelines era para mí, la Ta Marían. Cómo pude tener la habilidad de conseguir que la balbuciente pronunciación del nombre de la abuelita maría ángeles con mi lengua de trapo, quedara para siempre asignada como la denominación definitiva que perduraría en la familia. Y lo mismo me pasó con el To Asino, el Nene, y la Ta Tere a la que me referiré más adelante. Así han pasado a la historia familiar.
   La Ta Marían se pintaba los labios con un carmín rojo, y se perfumaba con unas gotas de esencia floral que elegantemente lanzaba a su nuca, con un difusor en forma de pera ajustado a un frasquito de cristal, que rellenaba periódicamente en la droguería. Y lo hacía cada día, con la misma abnegada disciplina con la que lo tenía todo dispuesto y en orden, unos minutos antes de que mi abuelo llegara de trabajar. Era su manera de demostrarle amor, estar siempre guapa para su marido. Ya podía estar inmersa en los últimos toques de la deliciosa comida que cada día preparaba con una mano prodigiosa para el punto y la sazón, o terminar de haber pasado la fregona por el cuarto de baño, que sin necesidad de una alarma que se lo recordara, ella se adentraba en su dormitorio, abría un pequeño secreter que protegía con llave, y entre sus joyas y abalorios, sacaba el carmín y la colonia, y ya arreglada avanzaba por el pasillo al encuentro con el abuelo.


  

   Luego, cuando el abuelo se machaba de nuevo a trabajar, salía a despedirle al mirador. Él oteaba al pisar la calle, echaba otro vistazo hacia arriba a mitad de trayecto, y de nuevo y por última vez cuando doblaba la esquina antes de desaparecer. Siempre con un golpe de mano de ambos que impulsaba un beso recíproco,  que yo creo que se juntaban el uno con el otro a medio camino de la calle y desde ahí se multiplicaban.
   La Ta Marián era poseedora de una fina ironía que como una impronta de ADN ha sido heredada por algunos de sus descendientes, incluso hasta dos generaciones después. Era punzante, sarcástica, incisiva, muestras todas ellas de una inteligencia que la hacía aún más brillante al combinarse con su elegancia de mujer fina y cultivada. Elegancia en el porte, en el caminar, en el vestir, en el conversar; elegante, sobre todo, en el modo de entregar afecto, ternura y confort.
   Nada nunca tan apaciguante, tan reparador como las palabras cálidas que acompañaban sus caricias. Nada nunca tan absorbente como el pañuelo que siempre tenía dispuesto para secarte las lágrimas.
   La Ta Marían guardaba un tesoro en el armario de la sala de estar. Se contenía dentro de unas cajas de latón, dos redondas y planas, y otra cuadrada más pequeña pero más alta. En ésta última guardaba el chocolate con leche (de Nestlé o el que mi tía Regimari hubiera traído de Suiza). Primorosamente se encargaba de desmenuzar la tableta onza a onza para así poderla gestionar y dosificar como lo que era, una recompensa ansiada a la que sólo podía accederse con un comportamiento ejemplar. ¡Cómo olía aquella caja de onzas de chocolate…! Las otras dos contenían galletas. Unas del tipo María y la otra unas pequeñitas del tamaño de un botón y en forma de pezón que se llamaban paciencias.




   De ella me queda su donosura cuando recitaba viejas rimas con un toque picante, o su concentrada posición cuando tocaba el piano y atiplaba su voz para cantar, o el olor del ajo que dejaba freírse en el aceite antes de echar las patatas y la cebolla cuando cocinaba tortillas paisanas (con más huevo que patata, jugosas y esponjosas).

   De ella me queda sobre todo el aroma empolvado del maquillaje de su cara al besarme, o su imagen gozosa tomando del brazo a mi abuelo cuando enfilaban Pereda en sus paseos vespertinos toda arreglada para mirar y ser vista.


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