"Desde
pequeño había aprendido a deleitarse con la observación psicológica de las
conversaciones de los adultos, le resultaban una fuente inagotable de
contenidos y aventuraba en ellas un aprovisionamiento del material necesario
para una supervivencia menos complicada. Aprendió a discernir entre una
estrategia dialéctica y la manipulación más vil, constató cómo de frágil es la
adulación gratuita si a la vuelta se convierte en una puñalada trapera, sobre
solidaridad y pago aplazado del precio de la ayuda lo aprendió todo, sobre
la construcción de alianzas y su
destrucción repentina también, y desafortunadamente tuvo ocasión de
especializarse en materia de guerras. Y
de entre todo el espectro posible de relaciones que se mostraban ante sus ojos,
tuvo claro desde niño que las más apasionantes, las más fluidas al tiempo que
más conflictivas, no eran las tan manidas entre hombres y mujeres, sino las de
las mujeres entre ellas mismas. Había tenido buena muestra de ello en varios
pesos pesados de su familia. Una larga tradición de mujeres con caracteres
difíciles, muy resolutivas pero también intransigentes con la debilidad del
prójimo, cariñosas y abnegadas madres y esposas en el retrato de familia que
exhibían pero tiránicas en la convivencia intra muros. “Placer de casa ajena”,
como lo definía con gran precisión su abuela paterna Angelines. Quizá fuera el
recio carácter del norte. Lo cierto es que Laro creció marcado por ese universo
femenino tan potente…" (Pandemonium)
Perdón por
la osadía de la autocita. Juro no volverlo a hacer de no ser absolutamente
imprescindible, como es el caso. Pero como todo escritor, hay temas muy
enraizados en la propia biografía que van surgiendo como pinceladas
complementarias, secundarias o de refuerzo y que acaban sosteniendo de algún
modo el cuerpo principal de la obra. Muchas veces descubres que esas comparsas
tienen entidad más que sobrada para convertirse a su vez en protagonistas de un
lienzo en blanco, y es ahí donde verdaderamente adviertes lo perennes que han
estado siempre en tu subconsciente.
Quiero con
ello, pues, traer a colación la determinante influencia que dos mujeres en concreto,
mis abuelas, ejercieron sobre los melancólicos grandes ojos azules de aquel
niño idolatrado, que absorbía sediento cuanto le rodeaba como si presintiera
que debía hacer acopio de esas radiografías para provisionarlas de cara a su
futuro de escritor.
Angelines
era para mí, la Ta Marían. Cómo pude tener la habilidad de conseguir que la
balbuciente pronunciación del nombre de la
abuelita maría ángeles con mi lengua de trapo, quedara para siempre asignada
como la denominación definitiva que perduraría en la familia. Y lo mismo me pasó con el To Asino,
el Nene, y la Ta Tere a la que me referiré más adelante. Así han pasado a la historia
familiar.
La Ta
Marían se pintaba los labios con un carmín rojo, y se perfumaba con unas gotas
de esencia floral que elegantemente lanzaba a su nuca, con un difusor en forma
de pera ajustado a un frasquito de cristal, que rellenaba periódicamente en la
droguería. Y lo hacía cada día, con la misma abnegada disciplina con la que lo
tenía todo dispuesto y en orden, unos minutos antes de que mi abuelo llegara de
trabajar. Era su manera de demostrarle amor, estar siempre guapa para su marido.
Ya podía estar inmersa en los últimos toques de la deliciosa comida que
cada día preparaba con una mano prodigiosa para el punto y la sazón, o terminar
de haber pasado la fregona por el cuarto de baño, que sin necesidad de una
alarma que se lo recordara, ella se adentraba en su dormitorio, abría un
pequeño secreter que protegía con llave, y entre sus joyas y abalorios, sacaba
el carmín y la colonia, y ya arreglada avanzaba por el pasillo al encuentro con
el abuelo.
Luego,
cuando el abuelo se machaba de nuevo a trabajar, salía a despedirle al mirador.
Él oteaba al pisar la calle, echaba otro vistazo hacia arriba a mitad de
trayecto, y de nuevo y por última vez cuando doblaba la esquina antes de
desaparecer. Siempre con un golpe de mano de ambos que impulsaba un beso
recíproco, que yo creo que se juntaban el uno con el otro a medio camino de la calle y desde ahí
se multiplicaban.
La Ta
Marián era poseedora de una fina ironía que como una impronta de ADN ha sido
heredada por algunos de sus descendientes, incluso hasta dos generaciones
después. Era punzante, sarcástica, incisiva, muestras todas ellas de una
inteligencia que la hacía aún más brillante al combinarse con su elegancia de
mujer fina y cultivada. Elegancia en el porte, en el caminar, en el vestir, en
el conversar; elegante, sobre todo, en el modo de entregar afecto, ternura y
confort.
Nada nunca
tan apaciguante, tan reparador como las palabras cálidas que acompañaban sus
caricias. Nada nunca tan absorbente como el pañuelo que siempre tenía dispuesto
para secarte las lágrimas.
La Ta
Marían guardaba un tesoro en el armario de la sala de estar. Se contenía dentro
de unas cajas de latón, dos redondas y planas, y otra cuadrada más pequeña pero
más alta. En ésta última guardaba el chocolate con leche (de Nestlé o el que mi
tía Regimari hubiera traído de Suiza). Primorosamente se encargaba de
desmenuzar la tableta onza a onza para así poderla gestionar y dosificar como
lo que era, una recompensa ansiada a la que sólo podía accederse con un
comportamiento ejemplar. ¡Cómo olía aquella caja de onzas de chocolate…! Las
otras dos contenían galletas. Unas del tipo María
y la otra unas pequeñitas del tamaño de un botón y en forma de pezón que se
llamaban paciencias.
De ella me
queda su donosura cuando recitaba viejas rimas con un toque picante, o su concentrada
posición cuando tocaba el piano y atiplaba su voz para cantar, o el olor del
ajo que dejaba freírse en el aceite antes de echar las patatas y la cebolla
cuando cocinaba tortillas paisanas
(con más huevo que patata, jugosas y esponjosas).
De ella me
queda sobre todo el aroma empolvado del maquillaje de su cara al besarme, o su
imagen gozosa tomando del brazo a mi abuelo cuando enfilaban Pereda en sus
paseos vespertinos toda arreglada para mirar y ser vista.
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