"A
mi poeta sexy…tu sofisticada diva".
Esta
dedicatoria aparecía grabada en la parte interior de una pulsera de acero y
caucho con la que fui obsequiado el día de mi cuarenta cumpleaños. Era 29 de
noviembre de 2007, llovía en Roma, y venia de las manos de la que desde solo
unos pocos meses antes se había convertido en mi pareja.
Era nuestro
primer viaje juntos, en plena exaltación de un amor romántico que había quedado
postergado más de veinte años atrás. Sin llegar a nacer, ni siquiera tocado de
refilón, tan sólo sufrido como inalcanzable y con cándida coherencia desechado
sin ningún intento por ninguna de las partes. Tanto tiempo después, con dos vidas destruidas o a medio
construir, nos dijimos todo lo que no nos atrevimos, y planteamos un colorista
mosaico modernista elaborado con varios pedazos rotos de cerámica que al unirse
creaban un estimulante efecto visual.
El poeta
sexy era yo, renacido para las metáforas, las hipérboles y las metonimias con
periodicidad diaria, produciendo nuevos versos que enviaba a su destinataria
vía SMS en unos tiempos -tan cercanos- en los que aún no se había hecho rico
alguien con la invención del WhatsApp.
La
sofisticad diva era ella, aunque he de decir en su descargo que es ahora
infinitamente más sofisticada que cuando la reencontré, y que como le insisto con machaconería" me enamoré de la diva
pero me he quedado con la mujer".
Pues bien,
era otoño en Roma, y tras improvisar una tarta de cumpleaños con un pastel
redondo pero individual sobre el que soplé la mecha encendida de una vela con
forma de ángel alado casi tan grande como su diámetro, experimenté uno de esos
instante de felicidad en máximos en los que nada más es importante, en los que
sólo el roce con la persona amada es una necesidad impostergable, en los que el
sabor de los besos es tan inagotable como la espuma en que termina el mar.
El titular
sería "cuando las almas de dos artistas se unen en la ciudad
eterna", porque ese fue el gran descubrimiento propiciado por la
intensidad inabarcable del escenario elegido.
Detesto no
ser siempre genuino y original, aborrezco parecer manido, pero poco puedo
añadir que no haya sido dicho ya sobre Roma. Describir la monumentalidad, el eco
de los espíritus del pasado más antiguo, la sensación de auténtico punto
central del universo bajo la cúpula del Panteón de Agripa, la exuberancia de
los conjuntos escultóricos de las fuentes de Bernini en Piazza Navona…no es sólo
innecesario sino sobre todo imposible.
Aporto como
banda sonora del momento el cuarto movimiento de I pini di Roma del
compositor Ottorino Respigui, con su
estremecedor crescendo en el que la
totalidad de los instrumentos de viento de una orquesta al máximo de potencia
armónica nos hacen sentir el temblor del suelo tras las rotundas pisadas de las
triunfantes legiones romanas a su paso por la Vía Apia camino de su meta en la
Colina Capitolina. Sólo así podría definir la sístole y diástole de mi
enamorado corazón en Roma, el día que cumplí cuarenta años.
Como imagen
de portada, un enorme graffiti sobre un muro en la orilla derecha del rio Tíber,
que por un azar gozoso parecía haber sido escrito para mí."Ti amo Ángelo",
podía leerse desde el borde fluvial del Trastévere, como epítome de aquel viaje
de consumación.
Y como
regusto gastronómico los papardelle all´amatriciana que cada
noche tomamos en un ristorante de la piazza
Lauri Volpi, frente al Teatro de la Ópera, antes de embadurnar nuestros
cuerpos desnudos con una acelerada saliva que habíamos reservado en una cámara acorazada
durante todos los años precedentes.
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