jueves, 29 de mayo de 2014

ROMA


"A mi poeta sexy…tu sofisticada diva".
   Esta dedicatoria aparecía grabada en la parte interior de una pulsera de acero y caucho con la que fui obsequiado el día de mi cuarenta cumpleaños. Era 29 de noviembre de 2007, llovía en Roma, y venia de las manos de la que desde solo unos pocos meses antes se había convertido en mi pareja.
   Era nuestro primer viaje juntos, en plena exaltación de un amor romántico que había quedado postergado más de veinte años atrás. Sin llegar a nacer, ni siquiera tocado de refilón, tan sólo sufrido como inalcanzable y con cándida coherencia desechado sin ningún intento por ninguna de las partes. Tanto tiempo después, con dos vidas destruidas o a medio construir, nos dijimos todo lo que no nos atrevimos, y planteamos un colorista mosaico modernista elaborado con varios pedazos rotos de cerámica que al unirse creaban un estimulante efecto visual.
   El poeta sexy era yo, renacido para las metáforas, las hipérboles y las metonimias con periodicidad diaria, produciendo nuevos versos que enviaba a su destinataria vía SMS en unos tiempos -tan cercanos- en los que aún no se había hecho rico alguien con la invención del WhatsApp.
   La sofisticad diva era ella, aunque he de decir en su descargo que es ahora infinitamente más sofisticada que cuando la reencontré, y que como le insisto con machaconería" me enamoré de la diva pero me he quedado con la mujer".  
   Pues bien, era otoño en Roma, y tras improvisar una tarta de cumpleaños con un pastel redondo pero individual sobre el que soplé la mecha encendida de una vela con forma de ángel alado casi tan grande como su diámetro, experimenté uno de esos instante de felicidad en máximos en los que nada más es importante, en los que sólo el roce con la persona amada es una necesidad impostergable, en los que el sabor de los besos es tan inagotable como la espuma en que termina el mar.
   El titular sería "cuando las almas de dos artistas se unen en la ciudad eterna", porque ese fue el gran descubrimiento propiciado por la intensidad inabarcable del escenario elegido.
   Detesto no ser siempre genuino y original, aborrezco parecer manido, pero poco puedo añadir que no haya sido dicho ya sobre Roma. Describir la monumentalidad, el eco de los espíritus del pasado más antiguo, la sensación de auténtico punto central del universo bajo la cúpula del Panteón de Agripa, la exuberancia de los conjuntos escultóricos de las fuentes de  Bernini en Piazza Navona…no es sólo innecesario sino sobre todo imposible.


  Aporto como banda sonora del momento el cuarto movimiento de I pini di Roma del compositor Ottorino Respigui, con su estremecedor crescendo en el que la totalidad de los instrumentos de viento de una orquesta al máximo de potencia armónica nos hacen sentir el temblor del suelo tras las rotundas pisadas de las triunfantes legiones romanas a su paso por la Vía Apia camino de su meta en la Colina Capitolina. Sólo así podría definir la sístole y diástole de mi enamorado corazón en Roma, el día que cumplí cuarenta años.


   Como imagen de portada, un enorme graffiti sobre un muro en la orilla derecha del rio Tíber, que por un azar gozoso parecía haber sido escrito para mí."Ti amo Ángelo", podía leerse desde el borde fluvial del Trastévere, como epítome de aquel viaje de consumación.


   Y como regusto gastronómico los papardelle all´amatriciana que cada noche tomamos en un ristorante de la piazza Lauri Volpi, frente al Teatro de la Ópera, antes de embadurnar nuestros cuerpos desnudos con una acelerada saliva que habíamos reservado en una cámara acorazada durante todos los años precedentes. 


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