jueves, 15 de mayo de 2014

ISABELINO CEA, MI ABUELO



   Las efemérides a veces te tocan de pleno. La del centenario del nacimiento de mi abuelo, el poeta cántabro Isabelino Cea, me ha convertido en la autorizada voz oficiosa para glosar su figura tanto desde lo humano como desde lo literario.
   La inesperada invitación traía un aroma entrañable, que entroncaba en fondo y forma con la que era su verdadera esencia, esa que se posó suave y firme en cuantos nos dejamos querer por él, sin esfuerzo, atraídos por una magnética bonhomía que auspiciaba el constante anhelo de su presencia.
   Todo fue consecuencia de un proceso exitoso, tramado desde el determinismo propio de las ideas honestas, las únicas válidas -por otra parte- para dar forma a un homenaje como sólo puede hacerse desde el amor.

   Una maestra, como él lo era, que recién licenciada 30 años atrás, encontró su misma vocación en los consejos amables y cariñosos de un decano de la enseñanza. Una relación que sobrepasó lo técnico para completarse con lo afectivo. Una relación a la que surcó algún poema furtivo, en el fondo más de tono admirativo que propiamente romántico.

   Y esa maestra emprende tanto tiempo después la labor de rehabilitar al poeta, con la más legítima excusa: la de haberle conocido. Y amparada por la celebración institucional del Día de las Letras Cántabras, organiza en torno a él una serie de premiadas e ingeniosas actividades con sus jóvenes alumnos. Una programación de aula en la que los niños descubren los poemas de Isabelino Cea, los memorizan y los recitan fieles al ritmo y a las rimas. Y escribe un guión de cine que luego filman, y al que dotan de verdad y emoción como banda sonora de su admiración y agradecimiento. Y lo ponen de largo el día mismo que Isabelino hubiera cumplido 100 años, con sus velas emocionales sobre una tarta casera, e invitan al nieto poeta localizado tras una ardua labor de investigación para que les ayude a soplar desde su íntimo recuerdo sensible, y le hacen feliz, y le hacen llorar.
   Y acabo tocado por los abrazos inesperados, sintiendo que mis pequeñas palabras son recibidas con grandeza. Y vuelvo a llorar, y me emociona de nuevo el milagro de la pervivencia, el del recuerdo eterno cuando sólo queda el corazón.
   Y como un hechizo jubiloso, al reconocimiento se van sumando nuevas anjanas, éstas pasiegas como lo era mi abuelo, y se funde lo ya consolidado con un paisaje de valles surcados por cagigas también centenarias. Y otra embestida a mi corazón, la mullida víscera que preside mis desastres más feroces y mis más merecidos nirvanas.






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