Las
garras de la vida son retráctiles. Unas veces somos depredados por sorpresa, con engaños verdaderamente inanimados pero de apariencia tan real como un abismo; otras, con
susurros tan potentes como el ulular del viento entre las rocas huecas de los
acantilados que se erigen en altivos vigías de las costas. Cuanto más seducidos y entregados,
cuanto más confiados en la bonanza del destino, más enormes nos parecen los
zarpazos que ilusamente habíamos tomado ya por inexistentes. Hace un daño sordo
la incisión primera, todavía camuflada por el inesperado desconcierto. La
reacción ante el dolor siempre es tardía. Y adviertes cómo se van segregando
inútilmente las endorfinas, preparadas para un asalto de intensidad difícilmente
predecible.
Pero es mucho peor cuando la sangre brota a
borbotones, en sucesivas secuencias hemorrágicas. Ahí empieza uno a ser
consciente que definitivamente malentendió una caricia o confundió una mirada. La aparatosa
escenografía no consigue desmayarnos. Y se desata el instinto superviviente, el
que busca hacerse un torniquete con sus propias ropas arrancadas de repente.
El factor suerte, más allá de la fortaleza
dada por la naturaleza o adquirida con constancia y entrenamiento, puede acudir
a salvarnos en forma de moderno samaritano que pasaba por allí. Aun así, todo
dependerá de la gravedad de las heridas, de si han dañado o no de forma
irreparable los órganos vitales tan fácilmente perforados.
Pero sólo me interesa hablar de los
supervivientes, quizás todos de algún modo no seamos más que eso, y de cómo
conseguimos aplacar nuestras cojeras, nuestras cegueras, nuestras pieles
quemadas…, en fin, todas nuestras cicatrices, para acodarnos de tal forma que no
se nos deslice la cabeza.
Hay varias técnicas. Aprendidas y
contrastadas, innatas o impostadas, convincentes o mentirosas. Porque lo único
cierto es que el natural exhibicionismo no aparece como legítimo ante la
fealdad de las heridas, y tratamos de taparlas disfrazándolas, las más de las
veces, de todo cuanto en realidad no somos. Y conseguimos creernos nuestros
propios personajes de tramoya, especializados en dramas o comedias, corriendo
un permanente riesgo de sobreactuación. También hay quien lo hace con
naturalidad, sin que se le note el duro y pesado maquillaje que soporta ante
los potentes focos que iluminan las tablas.
Yo respeto tremendamente a quienes se
maquillan con estilo, a quienes se decantan por ofrecer su imagen más limpia, a
quienes se cuidan y se empolvan, porque en la proyección de una belleza pretendida
se hace la vida más llevable para quienes la contemplan. Y aún a riesgo de caer
en una superficialidad tan vacua como imperiosa, lo prefiero a las descarnadas
orgías de fealdades mal escupidas a la cara.
Nadie puede obligarnos a mostrar nuestras
heridas. Nadie debe criticar nuestras cosméticas. Sobrevivimos como sabemos.
Nos maquillamos como podemos.
Y algunos son tan osados y valientes que
incluso pasan por dolorosos trances para otorgar forma definitiva a su camuflaje.
Se tatúan en la piel herida mensajes fascinantes. La creatividad aquí es
infinita, y adopta significados que ocultan mucho más de lo que muestran. El
arrepentimiento en un tatuaje siempre es tardío. Sólo con más dolor puede
cambiarse.
Es la iconografía más tolerante, la más
permisiva, la más brillante. Es el espejo más auténtico de lo que somos y la pasarela más larga de aquello que seremos. El
dolor y las heridas sólo se saldan con más belleza.
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