Lo
que para la generación de nuestros hijos adolescentes serían "Crónicas
Vampíricas" o "Los juegos del hambre", equivaldría para la de los
cuarentones con aspiraciones cultas "Retorno a Brideshead".
Esta serie
británica producida en el año 1981 por Granada Television, basada en la novela
homónima de Evelyn Waugh, se inoculó
en mí como un inocente manantial de boquiabierto descubrimiento que acabó
cristalizando en una pública y reconocida anglofilia
que va agravándose con la edad, haciéndose más y más punzante, y de la que no
pienso desembarazarme hasta que consiga un pasaporte que estoy convencido que
merezco por puro derecho natural.
En lo que
cristalicen los sinsajos, licántropos
y demás pruebas físicas y de amor entre humanos, vampiros y cualesquiera seres genéticamente
híbridos, es una incógnita que sólo el transcurrir de los años podrá resolver,
me temo.
En mi caso
hay un sólo nivel equiparable al sabor de un primer beso, o al torpe y temeroso
primer coito, o al balbuciente descubrimiento de la libertad individual. Una inflexión vital que nos tatúa en tinta
negra la piel y permanece como un recuerdo cercano aunque realmente haya
transcurrido media vida. Un hecho definitivo que me decantó hacia una única vía
de conocimiento, la que aún hoy perdura en la evocación del Oxford
universitario en el que las vidas de Charles
Ryder y Sebastian Flyte se
cruzaron para siempre. Un primer encuentro en apariencia escatológico y nauseabundo,
pero que como todo vómito simboliza la liberación de lo maligno, de lo
sobrante, de lo que hace un daño correoso y sobrecarga unas vísceras que para
lo único que deben estar preparadas es para el hedonismo, aunque en ocasiones también
causen dolor.
Lord Sebastian Flyte, el benjamín de
una aristocrática familia británica vive sus días de estudiante en Oxford
rodeado de una excéntrica camarilla que para los años 20 en Inglaterra sería equivalente
a los Almodóvar y McNamara de
nuestra madrileña movida ochentera. Con mucha más clase, vive Dios, pero
bordeando con su provocación decidida la estabilidad de una encorsetada
sociedad nada dada a los excesos ni a manifestación pública ninguna que pusiera
en evidencia el más mínimo signo de debilidad o de estridencia, tan censurable.
Sebastian es un hombre atormentado al
que "se
lo cargó mamá" . Mamá, que no era ni más ni menos que Lady Marchmain, y llevaba escrito en
sus ojos el radicalismo católico, ese que infiltraba en los cimientos del tambaleante
edificio de sus hijos y al que llamaba educación, donde el miedo, el pecado, el sufrimiento, la purga y la expiación eran los
únicos materiales aptos para construir a un hombre. Sebastian trata de coexistir consigo mismo arrastrado por un lúdico
sentido del placer y la diversión rayanos en lo infantil, en lo peterpanesco,
donde Aloysius, el tierno osito de peluche que le acompaña como una
segunda piel todas las horas del día, simboliza de forma meliflua una rebeldía
que en el fondo es mucho más valiente de lo que parece. Aloysius es un asidero, un eterno retorno a las
caricias, a la protección, y una negativa manifiesta a encarar una vida adulta
que no se desea.
Ese sendero de intrepidez, de absoluta
libertad de acción y pensamiento, de gozo, de deleite sensorial, de cercanía, de
contacto físico, cuando se mezcla descarnadamente con el decorado teatral
de fondo de unas costumbres imperecederas como vestirse de etiqueta para la
cena, disfrutar de una cesta de picnic cargada con botellas de champagne a la
orilla del río una tarde de primavera, o admirar la vetusta calidez de la
piedra coronada en agujas que aspiran al cielo en el viejo Oxford, provocaron en mis 15 o 16 años un impacto
que aún hoy en día no soy capaz de calibrar. Llevo más de treinta años
sintiéndome cada día un poco más cerca de Charles
Ryder, incapaz yo también de saldar jamás la deuda con Lord Sebastian por desperezar ese
cóctel de vísceras batientes envueltas en una chaqueta de tweed en que consiste
en realidad la vida.
Y tan duro
como la vida, cuando Charles conoce
a Julia, la hermana de Sebastian, al ser invitado a pasar el
verano en el castillo familiar de Brideshead, y surgen los celos, las inseguridades, las pataletas de un débil niño malcriado
que ve pararse en seco la gravitación de todo su universo, enamorado y no
correspondido de la misma manera, que inicia una espiral de autodestrucción que
toma la decidida forma del chantaje emocional y como única respuesta el
distanciamiento.
El amor de Charles y Julia, sostenido con fanfarrias barrocas a lo largo de los años, se
hace más carnal cuando es más imposible, estando ambos comprometidos. Y otra vez
la religión, en este caso encarnada en la infinita misericordia del Altísimo a
través de la extremaunción, la que recibe el pecador Lord Marchmain en su lecho de muerte, el pater familias libertino y concupiscente que ha vivido sus últimos
años en Venecia en brazos de su amante, y que regresa a morir a su propiedad
inglesa no sin antes arrepentirse de todos sus carnales pecados por ese
repentino miedo de los agnósticos en la preclaridad del minuto final. Ante
tamaño fuego de artificio, la pretendida determinación de Lady Julia Flyte de abandonar a un marido al que no ama y ser feliz
tantos años después con Charles Ryder,
sale disparada como una explosión en su mismísima cara. La misma fe que mueve montañas, y en cuyo nombre tantas vidas han
resultado tan infelices.
La
evocación de los años pasados en Brideshead
con la voz y el pulso de Charles Ryder es
la que vertebra el relato, cuando por azares del destino regresa a aquel
castillo durante la Segunda Guerra Mundial, y el torbellino fantasmagórico de
lo que solo puede sentirse aparece ante él con su corte de bolas y grilletes
anudados con cadenas a las piernas.
Yo también volví a Brideshead, solo que en mi caso tomó el nombre de la construcción
que sirvió de set de rodaje de la serie de televisión. Visité Castle Howard en Yorkshire. Tengo intención, en algún momento, de escribir uno o tal
vez diez posts - aún no lo he decidido-
sobre mi Top 10 de momentos vitales. Ese fue uno de ellos, sin ningún
género de dudas. El iniciático camino
descubierto en la adolescencia a través de la literatura y de su correspondiente
ficción televisiva, se encarnaba en aquel edificio coronado con una cúpula y
rodeado de jardines y explanadas, que atesoraba no sólo impresionantes
colecciones artísticas sino la explicación de porqué realmente soy aquello en
lo que gracias a Brideshead me he convertido.
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