miércoles, 28 de mayo de 2014

CASTLE HOWARD

   Lo que para la generación de nuestros hijos adolescentes serían "Crónicas Vampíricas" o "Los juegos del hambre", equivaldría para la de los cuarentones con aspiraciones cultas "Retorno a Brideshead".
   Esta serie británica producida en el año 1981 por Granada Television, basada en la novela homónima de Evelyn Waugh, se inoculó en mí como un inocente manantial de boquiabierto descubrimiento que acabó cristalizando en una pública y reconocida anglofilia que va agravándose con la edad, haciéndose más y más punzante, y de la que no pienso desembarazarme hasta que consiga un pasaporte que estoy convencido que merezco por puro derecho natural.
   En lo que cristalicen los sinsajos, licántropos y demás pruebas físicas y de amor entre humanos, vampiros y cualesquiera seres genéticamente híbridos, es una incógnita que sólo el transcurrir de los años podrá resolver, me temo. 
  En mi caso hay un sólo nivel equiparable al sabor de un primer beso, o al torpe y temeroso primer coito, o al balbuciente descubrimiento de la libertad individual. Una inflexión vital que nos tatúa en tinta negra la piel y permanece como un recuerdo cercano aunque realmente haya transcurrido media vida. Un hecho definitivo que me decantó hacia una única vía de conocimiento, la que aún hoy perdura en la evocación del Oxford universitario en el que las vidas de Charles Ryder y Sebastian Flyte se cruzaron para siempre. Un primer encuentro en apariencia escatológico y nauseabundo, pero que como todo vómito simboliza la liberación de lo maligno, de lo sobrante, de lo que hace un daño correoso y sobrecarga unas vísceras que para lo único que deben estar preparadas es para el hedonismo, aunque en ocasiones también causen dolor.  
   Lord Sebastian Flyte, el benjamín de una aristocrática familia británica vive sus días de estudiante en Oxford rodeado de una excéntrica camarilla que para los años 20 en Inglaterra sería equivalente a los Almodóvar y McNamara de nuestra madrileña movida ochentera. Con mucha más clase, vive Dios, pero bordeando con su provocación decidida la estabilidad de una encorsetada sociedad nada dada a los excesos ni a manifestación pública ninguna que pusiera en evidencia el más mínimo signo de debilidad o de estridencia, tan censurable.
   Sebastian es un hombre atormentado al que "se lo cargó mamá" . Mamá, que no era ni más ni menos que Lady Marchmain, y llevaba escrito en sus ojos el radicalismo católico, ese que infiltraba en los cimientos del tambaleante edificio de sus hijos y al que llamaba educación, donde el miedo, el pecado, el sufrimiento, la purga y la expiación eran los únicos materiales aptos para construir a un hombre. Sebastian trata de coexistir consigo mismo arrastrado por un lúdico sentido del placer y la diversión rayanos en lo infantil, en lo peterpanesco, donde Aloysius, el tierno osito de peluche que le acompaña como una segunda piel todas las horas del día, simboliza de forma meliflua una rebeldía que en el fondo es mucho más valiente de lo que parece. Aloysius es un asidero, un eterno retorno a las caricias, a la protección, y una negativa manifiesta a encarar una vida adulta que no se desea.


   Ese sendero de intrepidez, de absoluta libertad de acción y pensamiento, de gozo, de deleite sensorial, de cercanía, de contacto físico, cuando se mezcla descarnadamente con el decorado teatral de fondo de unas costumbres imperecederas como vestirse de etiqueta para la cena, disfrutar de una cesta de picnic cargada con botellas de champagne a la orilla del río una tarde de primavera, o admirar la vetusta calidez de la piedra coronada en agujas que aspiran al cielo en el viejo Oxford, provocaron en mis 15 o 16 años un impacto que aún hoy en día no soy capaz de calibrar. Llevo más de treinta años sintiéndome cada día un poco más cerca de Charles Ryder, incapaz yo también de saldar jamás la deuda con Lord Sebastian por desperezar ese cóctel de vísceras batientes envueltas en una chaqueta de tweed en que consiste en realidad la vida.
   Y tan duro como la vida, cuando Charles conoce a Julia, la hermana de Sebastian, al ser invitado a pasar el verano en el castillo familiar de Brideshead, y surgen los celos, las inseguridades, las pataletas de un débil niño malcriado que ve pararse en seco la gravitación de todo su universo, enamorado y no correspondido de la misma manera, que inicia una espiral de autodestrucción que toma la decidida forma del chantaje emocional y como única respuesta el distanciamiento.
   El amor de Charles y Julia, sostenido con fanfarrias barrocas a lo largo de los años, se hace más carnal cuando es más imposible, estando ambos comprometidos. Y otra vez la religión, en este caso encarnada en la infinita misericordia del Altísimo a través de la extremaunción, la que recibe el pecador Lord Marchmain en su lecho de muerte, el pater familias libertino y concupiscente que ha vivido sus últimos años en Venecia en brazos de su amante, y que regresa a morir a su propiedad inglesa no sin antes arrepentirse de todos sus carnales pecados por ese repentino miedo de los agnósticos en la preclaridad del minuto final. Ante tamaño fuego de artificio, la pretendida determinación de Lady Julia Flyte de abandonar a un marido al que no ama y ser feliz tantos años después con Charles Ryder, sale disparada como una explosión en su mismísima cara. La misma fe que mueve montañas, y en cuyo nombre tantas vidas han resultado tan infelices.


   La evocación de los años pasados en Brideshead con la voz y el pulso de Charles Ryder es la que vertebra el relato, cuando por azares del destino regresa a aquel castillo durante la Segunda Guerra Mundial, y el torbellino fantasmagórico de lo que solo puede sentirse aparece ante él con su corte de bolas y grilletes anudados con cadenas a las piernas.
   Yo también volví a Brideshead, solo que en mi caso tomó el nombre de la construcción que sirvió de set de rodaje de la serie de televisión. Visité Castle Howard en Yorkshire. Tengo intención, en algún momento, de escribir uno o tal vez diez posts - aún no lo he decidido- sobre mi Top 10 de momentos vitales. Ese fue uno de ellos, sin ningún género de dudas. El iniciático camino descubierto en la adolescencia a través de la literatura y de su correspondiente ficción televisiva, se encarnaba en aquel edificio coronado con una cúpula y rodeado de jardines y explanadas, que atesoraba no sólo impresionantes colecciones artísticas sino la explicación de porqué realmente soy aquello en lo que gracias a Brideshead me he convertido.



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