lunes, 26 de mayo de 2014

UN CUENTO DE HADAS

   Viajé a Madrid de noche, en un autobús denominado supra, donde lo único de alto standing era el cuero raído de los asientos, y que en la fila de la izquierda éstos no iban dos a dos sino que eran individuales. Por lo demás el espacio era exiguo cual cubículo, más aún cuando el pasajero de delante decidió unilateralmente reclinar su asiento para roncar de forma más holgada. O cuando el de atrás optó porque esa hora de la madrugada, mientras atravesábamos la meseta castellana, con todas sus interferencias telefónicas y su cobertura en zonas de sombra, era el momento idóneo para sostener interesantes conversaciones a gritos en un perfecto árabe. Mi almohada cervical, que siempre viaja conmigo, decidió anoche irse desinflando como un soufflé, y para cuando mis piernas encontraron su punto G invadiendo parte del pasillo, llegamos a Burgos y fui recriminado por impedir la bajada de alguna viajera con aquel insalvable obstáculo.
   Cinco horas y media después y dos paradas de metro mediante, llegué a casa y pude dormir como un bebé al menos unas tres horas.
   Va para diez años que salvo andando y en bicicleta, realizo casi cada fin de semana ese trayecto de 400 Km por todos los medios de transporte posibles. ¡Me han quitado Ryanair, los muy puñeteros…!Pero no es un peregrinaje. En Madrid radica el centro neurálgico de mis afectos, y este sábado era imprescindible mi presencia desde buena mañana, por la magnitud de los fastos y eventos que iban a tener lugar. Mi ausencia hubiera sido imperdonable, sobre todo para mí, tan dado a la autoflagelación cuando me invaden esos pensamientos negativos centrados en cuestionarme si estaré dando de mí lo suficiente. (Yo creo que la culpa de esa enquistada inseguridad la tuvo mi abuela cuando me cebaba a la hora de comer, arguyendo que no fuera a quedarme con hambre).
   Claudia ponía de largo su talento artístico como diseñadora de vestuario. No sólo había supervisado con su experimentado criterio los colores de las prendas y  las texturas de los tejidos de cada grupo de personajes en la función "Sueño de una noche de verano" que representaba junto a sus compañeros de 1º de bachillerato, sino que se había reservado para sí el papel de una de las hadas.
   Dentro de un vestido blanco de tul, alada, con una diadema de flores coronando su pelo largo y ondulado, y con la cara maquillada con una purpurina que me acompañaría toda la jornada tras haberla besado en repetidas ocasiones, apareció derrochando esa belleza rotunda e inocente que se va abriendo paso definitivamente en su rostro.
  

  Claudia ha sobrevivido al fuego de los dragones armada desde la serenidad, al menos aparentemente, y parece refugiada en un mundo interior que alimenta sueños de celebridad. A poco que le soplen los vientos propicios que le tengo encargados a Eolo desde su nacimiento bajo pena capital si incumple su protección, los conseguirá. Tiene talento, es inteligente y muy disciplinada. Pero arranca un vuelo que inevitablemente estará lleno de turbulencias, y aunque su ingeniería está hecha en acero y titanio, la vida la irá terminando de instruir en cómo planear sin motor para aprovechar al máximo su combustible, o cuándo repostar. Ella sabe que siempre seré su pista de aterrizaje disponible cuando necesite hacer una escala técnica.
   Pero si algo me supuso una revelación en esa función de fin de curso, fue descubrir de un modo muy elocuente, que Claudia y sus compañeros salían airosos de su travesía por el túnel del tiempo. Eran hombres y mujeres, capaces de transmitir emociones adultas, con la ilusión del porvenir gozoso dibujada en escorzo en sus rostros. Jóvenes formados en la solidez que sólo otorga el esfuerzo diario, sacrificados conocedores de la importancia del estudio y del ensayo, sin ignorar que el aplauso cálido al caer el telón sólo será verdadero cuando la audiencia que les juzgue no sea la de los entregados amigos y familiares que les protegen en las distancias cortas.
   El mundo real que les espera a corto plazo se llama Italia. Un merecido paréntesis imprescindible en su paladear vital, con sabor a algodón de azúcar, que miran tan ilusionados como los niños que fueron hasta antes de ayer frente a la tienda de chuches de la esquina.



   El siguiente evento en el tiempo, me llevó sin interrupción en el metro desde Arturo Soria hasta la calle Pradillo, y tenía sobre el escenario un piano afinado y los jóvenes alumnos de una escuela de música.
   El talento de Liam para las artes es incuestionable. Su a veces excesiva actividad no es más que el fluir de una creatividad en ciernes necesitada de una correcta canalización, sin duda a través de cualquier disciplina artística. Ante su inicial negativa hacia la danza, por esa pervivencia estúpida de estereotipos , ha encontrado en la música en general y en el piano en particular, su parcela de esparcimiento.
   Acusa ya Liam un sentido rítmico prodigioso, una cadencia exacta hacia los tiempos de las melodías, incluso una posición artística de los brazos mientras ejecuta sus piezas, rematado todo por un estilo inglés innato en el saludo y la presencia sobre el escenario.
   Sabemos que le supone el enfrentamiento con el cansancio, que el camino de ese aprendizaje es casi eterno, pero está en el momento de ser guiado antes de que él mismo decida si lo abandona o lo continúa.



   Andando hubiera llegado. Mi decadente emocionalidad cogió la directa y se aceleró hacia las butacas de dos teatros equidistantes en un breve lapso de tiempo. En ambos empecé a aventurar el resultado. Sin el amor dado y recibido, todo podría haber sido un conjunto vacío. Sólo mi henchido orgullo, mi nudo en la garganta y mi interior llorar sin parar me dieron la automática respuesta a todos mis desvelos. Andando hubiera llegado. Corriendo si hubiera hecho falta. Por ellos, todo.


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