Viajé a Madrid de noche, en un autobús denominado
supra, donde lo único de alto standing era el cuero raído de los asientos, y
que en la fila de la izquierda éstos no iban dos a dos sino que eran
individuales. Por lo demás el espacio era exiguo cual cubículo, más aún cuando
el pasajero de delante decidió unilateralmente reclinar su asiento para roncar
de forma más holgada. O cuando el de atrás optó porque esa hora de la
madrugada, mientras atravesábamos la meseta castellana, con todas sus
interferencias telefónicas y su cobertura en zonas de sombra, era el momento
idóneo para sostener interesantes conversaciones a gritos en un perfecto árabe.
Mi almohada cervical, que siempre viaja conmigo, decidió anoche irse
desinflando como un soufflé, y para cuando mis piernas encontraron su punto G
invadiendo parte del pasillo, llegamos a Burgos y fui recriminado por impedir
la bajada de alguna viajera con aquel insalvable obstáculo.
Cinco horas
y media después y dos paradas de metro mediante, llegué a casa y pude dormir
como un bebé al menos unas tres horas.
Va para
diez años que salvo andando y en bicicleta, realizo casi cada fin de semana ese
trayecto de 400 Km por todos los medios de transporte posibles. ¡Me han quitado
Ryanair, los muy puñeteros…!Pero no es un peregrinaje. En Madrid radica el
centro neurálgico de mis afectos, y este sábado era imprescindible mi presencia
desde buena mañana, por la magnitud de los fastos y eventos que iban a tener
lugar. Mi ausencia hubiera sido imperdonable, sobre todo para mí, tan dado a la
autoflagelación cuando me invaden esos pensamientos negativos centrados en
cuestionarme si estaré dando de mí lo suficiente. (Yo creo que la culpa de esa
enquistada inseguridad la tuvo mi abuela cuando me cebaba a la hora de comer,
arguyendo que no fuera a quedarme con hambre).
Claudia
ponía de largo su talento artístico como diseñadora de vestuario. No sólo había
supervisado con su experimentado criterio los colores de las prendas y las texturas de los tejidos de cada grupo de
personajes en la función "Sueño de una noche de verano" que
representaba junto a sus compañeros de 1º de bachillerato, sino que se había
reservado para sí el papel de una de las hadas.
Dentro de
un vestido blanco de tul, alada, con una diadema de flores coronando su pelo
largo y ondulado, y con la cara maquillada con una purpurina que me acompañaría
toda la jornada tras haberla besado en repetidas ocasiones, apareció derrochando
esa belleza rotunda e inocente que se va abriendo paso definitivamente en su
rostro.
Claudia ha sobrevivido al fuego de los dragones armada desde la serenidad, al menos aparentemente, y parece refugiada en un mundo interior que alimenta sueños de celebridad. A poco que le soplen los vientos propicios que le tengo encargados a Eolo desde su nacimiento bajo pena capital si incumple su protección, los conseguirá. Tiene talento, es inteligente y muy disciplinada. Pero arranca un vuelo que inevitablemente estará lleno de turbulencias, y aunque su ingeniería está hecha en acero y titanio, la vida la irá terminando de instruir en cómo planear sin motor para aprovechar al máximo su combustible, o cuándo repostar. Ella sabe que siempre seré su pista de aterrizaje disponible cuando necesite hacer una escala técnica.
Pero si
algo me supuso una revelación en esa función de fin de curso, fue descubrir de
un modo muy elocuente, que Claudia y sus compañeros salían airosos de su travesía
por el túnel del tiempo. Eran hombres y mujeres, capaces de transmitir
emociones adultas, con la ilusión del porvenir gozoso dibujada en escorzo en
sus rostros. Jóvenes formados en la solidez que sólo otorga el esfuerzo diario,
sacrificados conocedores de la importancia del estudio y del ensayo, sin
ignorar que el aplauso cálido al caer el telón sólo será verdadero cuando la
audiencia que les juzgue no sea la de los entregados amigos y familiares que
les protegen en las distancias cortas.
El mundo real que les espera a corto plazo se
llama Italia. Un merecido paréntesis imprescindible en su paladear vital, con
sabor a algodón de azúcar, que miran tan ilusionados como los niños que fueron
hasta antes de ayer frente a la tienda de chuches de la esquina.
El
siguiente evento en el tiempo, me llevó sin interrupción en el metro desde
Arturo Soria hasta la calle Pradillo, y tenía sobre el escenario un piano
afinado y los jóvenes alumnos de una escuela de música.
El talento
de Liam para las artes es incuestionable. Su a veces excesiva actividad no es
más que el fluir de una creatividad en ciernes necesitada de una correcta
canalización, sin duda a través de cualquier disciplina artística. Ante su
inicial negativa hacia la danza, por esa pervivencia estúpida de estereotipos ,
ha encontrado en la música en general y en el piano en particular, su parcela
de esparcimiento.
Acusa ya
Liam un sentido rítmico prodigioso, una cadencia exacta hacia los tiempos de
las melodías, incluso una posición artística de los brazos mientras ejecuta sus
piezas, rematado todo por un estilo inglés innato en el saludo y la presencia
sobre el escenario.
Sabemos que
le supone el enfrentamiento con el cansancio, que el camino de ese aprendizaje
es casi eterno, pero está en el momento de ser guiado antes de que él mismo
decida si lo abandona o lo continúa.
Andando
hubiera llegado. Mi decadente emocionalidad cogió la directa y se aceleró hacia
las butacas de dos teatros equidistantes en un breve lapso de tiempo. En ambos
empecé a aventurar el resultado. Sin el amor dado y recibido, todo podría haber
sido un conjunto vacío. Sólo mi henchido orgullo, mi nudo en la garganta y mi interior
llorar sin parar me dieron la automática respuesta a todos mis desvelos. Andando hubiera llegado. Corriendo si hubiera hecho falta. Por ellos, todo.
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