viernes, 16 de mayo de 2014

LA VIDA COMO UN MUSICAL

   Creo que es consecuencia de mi melomanía, en una mezcla de géneros tan ecléctica como para algunos incomprensible. Pero juro que es compatible escuchar un fado de Mariza o Dulce Pontes después de un aria pirotécnica de Vivaldi cantada por Cecilia Bartoli; o una copla de la Piquer después del Adagio for strings de Barber; o a Conchita Wurst, última ganadora de Eurovisión tras el Preludio de la suite para chelo número 1 de Bach. Llamadme sacrílego. Me encanta.  
   Pero la música puede ser buena en cualquiera de sus acepciones, y llenar de contenido todas y cada una de las secuencias de nuestra vida. Debe haber un tipo de música para cada momento. Como en una película musical.  
  
   Soy adicto al término banda sonora. Si de mí dependiera iría por la vida con un altavoz conectado a mi cuerpo y a todos los contenidos musicales que me conforman y que caben en un MP3. Y en cada momento, en cada circunstancia, en cada situación compartiría con el mundo el fondo musical más apropiado para aquello que me estuviera sucediendo.
   
   Incluso me animaría a bailar si la ocasión fuera propicia para ello, e improvisaría coreografías con la gente de la calle. Pararíamos el tráfico, o haríamos un número con los carritos de la compra en el hipermercado, o con mis compañeros teleoperadores rodaríamos con las sillas por el pasillo de la plataforma con los cascos puestos en la cabeza, o con el pasaje y la tripulación de los aviones nos pondríamos los chalecos salvavidas y moveríamos las manos y los brazos señalando las puertas de emergencia. Sería inagotable.


   Por supuesto que nos expresaríamos cantando, poniendo letra a las músicas que no la tienen, alterando para la ocasión las ya existentes, o clavando las originales si nos vinieran al pelo. No creo que haya una sola gota de sudor humano, una sola traza de piel, un solo sentimiento que no haya sido ya reproducido musicalmente, en cualquier género y época.
  
   La mezcla de estilos, la fusión, el eclecticismo es lo que nos queda a los melómanos no inmovilistas, porque como en cualquier otro ámbito siempre habrá puristas que bramen contra el desatino y la barbarie. Todo el mundo necesita un desahogo. Seamos tolerantes hasta en eso.

   A mí me basta con las enseñanzas operísticas recibidas en mi infancia, las del pop de los 80,s que acompañaron mis novatadas adolescentes y a las que sigo sin poder renunciar a bailar en una pista mientras tenga una gran bola de cristales de discoteca sobre mi cabeza. Me basta con mi capacidad de búsqueda innata de melodías, mi permeabilidad a ritmos acompasados de sentimientos y talento, todo aquello, en fin que consiga remover mi capilaridad.
   
   Es posible argumentar una historia que combine narrativamente un texto hablado con música y baile. Se ha hecho en el teatro y en el cine. Ver cómo ha sido posible recopilar los grandes éxitos de Abba, sin alterarlos, y crear una historia de bodas y paternidades en Mamma Mia!, me fascina. Ver cómo un genio del celuloide como Woody Allen, para mí el más grande tejedor de historias cotidianas utilizando como único aliño la piel humana, creó en Todos dicen I love you un elegante mosaico neoyorkino, parisino y veneciano con personajes que manifiestan sus opiniones sobre sexo y política cantando y bailando, me divierte y me emociona.
   
   Hacerme feliz es muy fácil en el fondo. Sólo necesito música y una coreografía para sublimar cualquier momento. ¿Quién quiere protagonizar conmigo la siguiente escena? 



     

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