Creo que es consecuencia de mi melomanía, en una
mezcla de géneros tan ecléctica como para algunos incomprensible. Pero juro que
es compatible escuchar un fado de Mariza o Dulce Pontes después de un aria
pirotécnica de Vivaldi cantada por Cecilia Bartoli; o una copla de la Piquer
después del Adagio for strings de Barber; o a Conchita Wurst, última ganadora
de Eurovisión tras el Preludio de la suite para chelo número 1 de Bach.
Llamadme sacrílego. Me encanta.
Pero la
música puede ser buena en cualquiera de sus acepciones, y llenar de contenido
todas y cada una de las secuencias de nuestra vida. Debe haber un tipo de
música para cada momento. Como en una película musical.
Soy adicto al término banda sonora. Si de mí dependiera iría por la vida con un altavoz conectado a mi cuerpo y a todos los contenidos musicales que me conforman y que caben en un MP3. Y en cada momento, en cada circunstancia, en cada situación compartiría con el mundo el fondo musical más apropiado para aquello que me estuviera sucediendo.
Incluso me animaría a bailar si la ocasión fuera propicia para ello, e improvisaría coreografías con la gente de la calle. Pararíamos el tráfico, o haríamos un número con los carritos de la compra en el hipermercado, o con mis compañeros teleoperadores rodaríamos con las sillas por el pasillo de la plataforma con los cascos puestos en la cabeza, o con el pasaje y la tripulación de los aviones nos pondríamos los chalecos salvavidas y moveríamos las manos y los brazos señalando las puertas de emergencia. Sería inagotable.
Por
supuesto que nos expresaríamos cantando, poniendo letra a las músicas que no la
tienen, alterando para la ocasión las ya existentes, o clavando las originales
si nos vinieran al pelo. No creo que haya una sola gota de sudor humano, una
sola traza de piel, un solo sentimiento que no haya sido ya reproducido
musicalmente, en cualquier género y época.
La mezcla
de estilos, la fusión, el eclecticismo es lo que nos queda a los melómanos no
inmovilistas, porque como en cualquier otro ámbito siempre habrá puristas que
bramen contra el desatino y la barbarie. Todo el mundo necesita un desahogo.
Seamos tolerantes hasta en eso.
A mí me basta
con las enseñanzas operísticas recibidas en mi infancia, las del pop de los
80,s que acompañaron mis novatadas adolescentes y a las que sigo sin poder
renunciar a bailar en una pista mientras tenga una gran bola de cristales de
discoteca sobre mi cabeza. Me basta con mi capacidad de búsqueda innata de
melodías, mi permeabilidad a ritmos acompasados de sentimientos y talento, todo
aquello, en fin que consiga remover mi capilaridad.
Es posible argumentar
una historia que combine narrativamente un texto hablado con música y baile. Se
ha hecho en el teatro y en el cine. Ver cómo ha sido posible recopilar los
grandes éxitos de Abba, sin alterarlos, y crear una historia de bodas y
paternidades en Mamma Mia!, me fascina. Ver cómo un genio del celuloide como
Woody Allen, para mí el más grande tejedor de historias cotidianas utilizando
como único aliño la piel humana, creó en Todos dicen I love you un elegante mosaico
neoyorkino, parisino y veneciano con personajes que manifiestan sus opiniones
sobre sexo y política cantando y bailando, me divierte y me emociona.
Hacerme feliz es muy fácil en el fondo. Sólo necesito música y una coreografía para sublimar cualquier momento. ¿Quién quiere protagonizar conmigo la siguiente escena?
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